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El síndrome de Estocolmo

José A. Alemán / José A. Alemán

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Me insisten, les tengo dicho, en que no haga caso a los elementales fóbicos. Y pueden creerme que no lo hago; pero me entretiene adivinar su funcionamiento mental, en estado puro gracias al anonimato del que tan mal uso hacen. A algunos de ellos los siento, perdonen la licencia literaria, como a maltratadores que descargan en casa sus frustraciones laborales. Al menos han dado con la terapia del teclado, de lo que me alegro por las familias.

Lamento, eso sí, no tener idea de psicología social o de la disciplina que corresponda. Así no puedo saber si la muestra diaria de elementales es socialmente significativa; si es tan fiable como una encuesta telefónica sobre consumo de pastillas para la garganta; o si se trata de grupos ocasionales tipo Dios los crea y ellos se juntan, que decían los párrocos nacionalcatólicos a los grupos de feligreses revirados que no iban a misa los domingos ni fiestas de guardar.

Por mí mismo sólo llego a la idea de que quienes me atribuyen intenciones prosaicas (¿o prosóicas?) lo hacen porque tienen iguales intenciones en sentido contrario. Sin ocultarles mi admiración por el denuedo masoquista con que me leen, a sabiendas de que les sobrevendrá la sofoquina.

Ayer, por ejemplo, sin ir más lejos, hablé de Román. Los hechos que comenté son ciertos y los traje a colación porque hay claves que merecen ser conocidas por los lectores; que podrán luego hacerse con ellas un llavero si quieren. No me gusta ni me deja de gustar Román: sólo es un dato de la realidad.

Hoy debería ocuparme del puteo al Cabildo grancanario del macho Soria en complicidad con el Gobierno paulinés. Pero no constituye novedad su mezquindad y lo dejo estar. Quizá sólo hasta la semana que entra, mientras dilucido si quienes lo defienden a pesar de los pesares, que no son pocos (los pesares), padecen alguna variedad o derivación del síndrome de Estocolmo o es que son así. Todo pudiera ser.

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