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Un hormiguero humano en las entrañas del Cerro Rico de Potosí

El Cerro Rico de Potosí, en el que aún persisten unas 300 minas que funcionan desde la época colonial. VIAJAR AHORA

José J. Jiménez

Bolivia —

Al enésimo golpe no puedo evitar lanzar una blasfemia. Carlos me mira y me pide prudencia. “Las galerías las hicieron así de pequeñas para que los españoles no estuvieran cómodos cerca de los filones”, me explica. Y es verdad. Los túneles inferiores de La Zapatera son apenas agujeros por los que es complicado moverse a los que pasamos del metro sesenta. “Los capataces coloniales no podían llegar a los lugares dónde se sacaba el mineral y así los indios que estaban enfermos podían descansar sin que los mataran. Los compañeros hacían el trabajo que les correspondía y salvaban la vida a los enfermos”, me comenta el minero mientras seguimos adentrándonos en las tripas del Cerro Rico. “La montaña aún recuerda todo lo que le hicieron tus antepasados”, me advierte mientras avanza con habilidad entre vigas a medio caer.

Hace calor. Muchísimo. A más de 80 metros bajo el nivel del suelo, la temperatura sube hasta los 40 grados centígrados. El aire es una sopa inclasificable donde se mezclan la humedad, el polvo y las partículas de plata, azufre y arsénico. Combinación letal. Pocos de los que trabajan en estas condiciones penosas sobrepasan los 45 años de esperanza de vida pero, aún así, los hombres trabajan a diario en las entrañas del volcán. Mineros de fortuna que, con medios precarios, “intentan sacarle a la montaña lo poco que dejaron los españoles”. Hay que comer. Y la mina es uno de los pocos lugares de la región donde los hombres pueden ganarse las lentejas. “Hoy las concentraciones de plata apenas superan el 1% en los mejores casos”, comenta el guía. “Hay que moler mucha piedra para ganarse el pan al final de cada jornada”. Esta es una vida dura. Una vida en la que las esperanzas no van más allá del día a día.

En la actualidad, más de 300 explotaciones mineras siguen horadando el Cerro Rico. Poco queda del esplendor de los siglos de la colonia. Los principales filones de plata se han agotado y hoy, las concentraciones metalíferas son ínfimas y requieren de muchísimo esfuerzo humano. “Muy poco”, confiesa Carlos. “Pero hay que comer”. Por eso los mineros siguen jugándose la vida a diario. “El problema es que aquí no sabemos hacer otra cosa y fuera de la mina aún se gana menos dinero que dentro”.

Escombreras de plata

Para bajar al nivel dónde los hombres están trabajando nos movemos por un agujero inverosímil. Hay que echar pecho a tierra y reptar hacia abajo por una galería que apenas deja pasar la anchura de los hombros. Me impongo la lógica del hámster para evitar que el agobio se convierta en un ataque de pánico y ansiedad. Si cabe la cabeza por fuerza he de caber yo, pienso mientras me arrastro por un agujero que pica hacia abajo en un ángulo superior a los 45 grados. Desde atrás, otros mineros apremian. “Vamos, vamos, vamos…” Apenas llevo en el interior de la tierra unas horas y ya me pesan los brazos y me pica la garganta.

15.000 mineros siguen horadando el interior de la montaña a fuerza de barreno pico y pala. Se los ve afanados realizando las más diversas tareas. Unos preparan las cargas explosivas; otros tiran con esfuerzo de las carretillas en las que se saca la roca en bruto hacia el exterior; algunos se encargan de subir el mineral galería a galería sin más ayuda que sus brazos. Aunque la mayor parte de ellos trabajan en ‘cooperativas’, en realidad aquí cada uno está solo. “Lo que sacas al día es lo que llevas a casa. Legalmente esto es una cooperativa de mineros pero cada uno es algo así como un pequeño empresario. Aunque todos somos pobres”, precisa Carlos. El sistema de concesiones convirtió al minero en partícipe de la explotación, aunque se trata “de una ilusión”. “Aquí no se comparten los riesgos o los beneficios. Si un día das con un buen filón te llevas plata a casa, si no, pues pasas necesidad”, destaca.

Pobres. La palabra se repite una y otra vez. Pobres gentes que siguen explotando uno de los complejos mineros más fatídicos de la historia. Imagen viva del saqueo. Filón que propició las primeras operaciones de acumulación del capital que desembocaron en la Revolución Industrial europea. En Bolivia no quedó prácticamente nada de aquel antiguo esplendor. Bueno, quedaron los huesos de más de seis millones de personas. Cifras alucinantes. El Cerro Rico se ha cobrado casi las mismas víctimas que la maquinaria de exterminio alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Por aquí aseguran que la montaña gusta de comer carne humana de vez en cuándo. Lejos quedaron los horrores de los peores años de la dominación hispana, pero aún se cobra el Tío su tributo en sangre. “Cada año mueren unas 300 personas”, comenta Carlos. “Entrar aquí supone siempre un riesgo. Yo mismo he tenido tres accidentes”.

15.000 personas trabajan a diario en el interior del Cerro Rico de Potosí (Bolivia). Es un trabajo duro y peligroso que, cada año, se cobra unas 300 vidas humanas. Las condiciones laborales son pésimas y la esperanza de vida de los trabajadores apenas llega a los 45 años. Aún así, cada mañana, los hombres y niños que extraen la escasa plata que dejaron los españoles bajan al infierno para ganarse el pan.

A golpe de barreno

La precariedad es la regla. Faustino coloca con parsimonia las cargas de dinamita. Va descamisado y con un “casco de los chinos”. Un buen material, de fabricación europea o norteamericana, cuesta varios cientos de dólares. El equipo chino es barato “y malo como la reconcha de su madre”, advierte entre resignado y divertido el veterano minero. Pero no puede permitirse nada mejor pese a llevar más de 30 años en el interior de la montaña. Dice que ha tenido suerte. “Soy viejo aquí”, ríe divertido. “La mayoría de los que entraron a trabajar aquí conmigo ahora están muertos. A algunos se los llevó la montaña aunque la mayoría se mueren por el mal de la mina”, relata con frialdad Faustino cuando habla de la silicosis.

Medio barreno y mecha que se me antoja corta. Cuándo enciende el primer cartucho salgo por pies. Él ni se inmuta. Al cabo de unos segundos que se me hacen eternos aparece por la boca de la galería y apoya su espalda sudorosa y sucia en la roca.

-¿Cuánto tardan en explotar don?-, le pregunto.

-Bueno… A veces un minuto. A veces medio.

-¿Medio? –repito asombrado.

-O menos. No será la primera vez que alguien se queda sin un brazo por culpa de la dinamita.

Las explosiones en el interior de la tierra no son como yo me esperaba. Nada de flatulencias espectaculares con truenos y sonido de derrubios masivos. Suenan como petardazos secos. Paf, Paf, Paf. Eso sí, la tierra se estremece. Las galerías tiemblan y desde los techos de los agujeros por donde circulan los hombres, caen finas cortinas de polvo. Cuando volvemos a la galería de extracción, el suelo es un campo de escombros. Faustino sigue a lo suyo. Recoge el material en sacos y nos invita a seguir nuestro camino con seca amabilidad. Estorbamos.

Los vagones, empujados a fuerza de brazos, van y vienen sin avisar. No tienen frenos. Ante el más ligero murmullo hay que correr hacia el refugio más cercano. Algunos son empujados por niños. “Por la mañana van al colegio y por la tarde trabajan”. Más de un millar de menores trabaja en las entrañas del Cerro Rico. Una tragedia más. Una de tantas. Pero hay que comer, vuelve a repetir con insistencia Carlos. Algunos empiezan a trabajar a los 12 años. Se esconden. No transitan por las galerías que frecuentan los extranjeros que se acercan a la mina y la han convertido en una atracción turística.

Coca y Alcohol de 96 grados

Los mineros son supersticiosos. Pregunto por el tío. “Existe”, se limita a decir Juan Duarte mientras caminamos por una de las galerías. “Creemos que la montaña está viva y que hay que respetarla. Por eso le ofrendamos coca y alcohol. A la montaña le gusta que nuestro aliento exhale la pureza de la coca y el alcohol”, me cuenta mientras, de un trago, se mete entre pecho y espalda un taponcillo de alcohol de 96 grados. “La montaña nos tiene que dar su permiso para trabajar aquí. Es ella la que permite que cada día salgas vivo con el dinero que tu familia necesita para comer. Somos muy supersticiosos, aunque aquí abajo lo primero que aprendes es que ese Dios del que hablan los curas no existe”.

En cada mina el Tío y su estrafalaria familia tiene su espacio. Antiguas galerías cegadas que actúan, de facto, como pequeñas capillas donde se dan de la mano las tradiciones paganas de ambos lados del Atlántico. En La Zapatera, el Tío ocupa una antigua galería que hace siglos que dejo de ser productiva. La efigie, desastrada, está rodeada de ofrendas de todo tipo. Botellas vacías, cigarrillos a medio fumar, guirnaldas de papeles de colores… “¿Alguien lo ha visto?”, pregunto. Nadie responde.

Días después, y a cientos de kilómetros de distancia, la deriva de la conversación con César Vilca, un antiguo represaliado político que protesta en La Paz demandando se reconozcan sus derechos como víctima de las dictaduras bolivianas del siglo XX, me descoloca por completo. Bajo la carpa, el sol tibio de finales del otoño se convierte en contundente y picón. Los compañeros van a un lado y a otro preparando la olla común de la que comeremos esta jornada de protesta en pleno Paseo del Prado de La Paz. “Barrientos y García Meza me persiguieron y Banzer me encarceló y me torturó”. Cómo otros represaliados del continente con los que he hablado en los últimos meses, su relato es tranquilo y pausado. Me asusta el aplomo con el que los torturados hablan de las palizas y las vejaciones. “Me agarraron en 1976 y me metieron en los roperos varias veces”, me cuenta. No puedo evitar interrumpirlo: “¿Los roperos?”. “Sí”, contesta con naturalidad. “Unos cuartitos no más grande que un ropero donde nos torturaban a todas horas”. Vilca habla sin inmutarse de golpes, descargas eléctricas e interrogatorios brutales donde “casi siempre había algún yankee asesorando al cabrón de turno”.

Don César vivió siempre de la mina. Trabajador comprometido desde su juventud tener problemas con el poder siempre fue una constante en su vida. Yo le pregunto por fechas, nombres, sensaciones… Y lo que va a ser una pieza más del mosaico de represaliados y atrocidades da un giro inesperado cuando le pregunto por las condiciones laborales atroces que sufren los mineros bolivianos. “El trabajo en la mina siempre fue muy duro y mal pagado. Bajas a 400 metros dentro del cerro y te pasas más de ocho horas trabajando sin descanso sin saber si vas a salir vivo”. El viejo minero hace una pausa y mira al techo de la carpa. Se enjuga el sudor de la frente con un pañuelo y se queja. “Calor de los huevos”.

“Me decía don”, digo intentando que no pierda el hilo de la conversación… “Sí, que eran muy duras. Fíjate que una vez un compañero perdió pie y cayó por un agujero más de 200 metros. Fue nada. Un descuido de un segundo y lo recogimos hecho pedazos. Allá abajo te puede pasar de todo. Derrumbes, explosiones, un mal escape de gas o la puta bochornada. Te quedas sin aire en un momento y se acabó. Y después está el tío”.

Me pongo alerta. “El tío”, repito con intención. “Sí, sí. El tío”. “De verdad existe?”, pregunto cándido. “Yo lo vi una vez”, responde con rotundidad. “Me mandaron a bombear al fondo de la galería y el motor hacía chol, chol, chol. Cuando viré la cabeza pude ver una sombra y me agaché tras apagar el carburo. Allí estaba el tío con la ‘china supay’, su mujer”. Don César me mira y me pregunta si me lo creo. Opto por no tomar partido. Quiero que siga hablando. “No don”, le digo. “Sólo sorprendido. Aún no conocía a alguien que hubiera visto al tío”. “Pues sí, hijito”, me dice. “Vi al tío y a su mujer caminando por el fondo de la mina. Cuándo eso sucede hay que esconderse bien en el toko para que no lo vean a uno y poder vivir para contarlo”.

“Si a uno lo ve, ¿el tío lo mata?”, inquiero con curiosidad. “A lo mejor en ese momento no, pero en la mina cualquier cosa te puede matar. Por eso hay que ofrendar regalos al tío. Puede que ese día escapes, pero quien sabe cuándo puede ocurrirte un accidente”.

“Y cómo es?”, vuelvo a preguntar.

Don César pierde la mirada hacia el techo. Como si intentara recordar. “Es alto, blanco y tiene barba”.

“¿Es español?”, le vuelvo a preguntar.

“Es probable, porque es malo”, sentencia.

CONSEJOS PARA LA VISITA

Para visitar las Minas de Potosí debes acudir a una de las empresas autorizadas. La mayor parte están asociadas a las cooperativas de minerios que explotan los pozos lo que convierte al turismo en una fuente de ingreso más para los trabajadores.

Antes de subir al cerro, los guías te llevarán al llamado 'barrio minero', donde puedes comprar regalos para los mineros. La mayoría te pedirá hojas de coca, alcohol de 96 grados, dinamita y mechas. Es importante que lleves algo.

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