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2 REAL-idades

Desde este lunes a las 10.30 de la mañana hasta este martes, cuando se publique esta columna en www.eldiario.es, la brecha se habrá hecho un poco, por no decir bastante más ancha y profunda. La que de momento une más que separa dos realidades muy diferentes en torno a la abdicación de Juan Carlos I y la coronación del próximo Felipe VI.

Por un lado, está la realidad oficial. Institucional, propagandística y mediática. Aquella que no ha escatimado en halagos, semblanzas favorables, reseñas bondadosas, estimulantes apologías, prácticamente hagiografías. Juan Carlos ya no es rey, pero tampoco es hombre. Es un superhéroe que salvó a esta gran nación (vale, de naciones) que es España de las oscuras garras de la dictadura para elevarla a la categoría de democracia moderna, cuya marca y bandera ha embajado como nadie por los cinco continentes, sorteando en el camino un fallido golpe de estado de corte decimonónico, algunos problemillas familiares con la justicia y varias operaciones de cadera. Todo ello, eso sí, salpimentado con bonhomía, su carácter bonachón, su cercanía al pueblo, su don de lenguas y su gracejo simpar. Un grande hasta en sus momentos más bajos: Lo siento, me he equivocado y no volverá a ocurrir. Un buen tipo.

Será difícil, pero porlagraciadedios tenemos ya un más que digno sucesor de su padre: un príncipe azul y moderno y guapo y bien preparado. Discreto, sobrio, elegante, de porte caballeresco. También cercano (tanto, que cuando se casó lo hizo como hace el pueblo: por amor, eligiendo a una plebeya carente de sangre azul que, para más inri, estaba divorciada). Una promesa de futuro.

Esta realidad es la que están metiéndonos por los ojos y por los oídos los grandes partidos políticos, los principales gobernantes del país, las primeras cadenas de televisión, los diarios tradicionales, las emisoras de radio más escuchadas… y aún no sé qué opina la Iglesia, pero me lo puedo imaginar. Bienaventurados sean el padre y el hijo. Y de paso también Letizia, aunque fuera una divorciada.

Hay otra. Otra realidad. La que se ha movido por otros canales y conductos. La que ha hecho de Internet, las redes sociales y los nuevos medios su verdadera patria. La que se pregunta qué es eso que dicen que ha hecho este superhéroe que no podría hacer otra persona. La que se plantea por qué con tanta información como disponemos no sabemos de verdad cuánto nos cuesta la Casa Real, saliendo como sale su presupuesto de nuestro bolsillo. La que piensa que, si somos adultos para elegir a nuestros gobernantes en los ayuntamientos, las comunidades autónomas, en el país y hasta en Europa, por qué tenemos que pasar 39 años después de su muerte por un aro que se diseñó en tiempos de Franco.

Esa gente que piensa (pensamos) que no queremos un Jefe de Estado cercano al pueblo. Queremos que sea del pueblo. Que si después de 4 años no ha hecho lo que nos prometió, podamos quitarlo y poner a otro, sin tener que esperar a que abdique o se muera. Porque en esencia eso es la democracia.

La distancia entre estas dos realidades es, como digo, cada vez un poco más ancha y un poco más profunda. Luego nos extrañamos de que ocurran las cosas que ocurren. Como el fenómeno Podemos, y no es el único.

De momento, podemos con la brecha. De seguir así, muy pronto será insalvable

Desde este lunes a las 10.30 de la mañana hasta este martes, cuando se publique esta columna en www.eldiario.es, la brecha se habrá hecho un poco, por no decir bastante más ancha y profunda. La que de momento une más que separa dos realidades muy diferentes en torno a la abdicación de Juan Carlos I y la coronación del próximo Felipe VI.

Por un lado, está la realidad oficial. Institucional, propagandística y mediática. Aquella que no ha escatimado en halagos, semblanzas favorables, reseñas bondadosas, estimulantes apologías, prácticamente hagiografías. Juan Carlos ya no es rey, pero tampoco es hombre. Es un superhéroe que salvó a esta gran nación (vale, de naciones) que es España de las oscuras garras de la dictadura para elevarla a la categoría de democracia moderna, cuya marca y bandera ha embajado como nadie por los cinco continentes, sorteando en el camino un fallido golpe de estado de corte decimonónico, algunos problemillas familiares con la justicia y varias operaciones de cadera. Todo ello, eso sí, salpimentado con bonhomía, su carácter bonachón, su cercanía al pueblo, su don de lenguas y su gracejo simpar. Un grande hasta en sus momentos más bajos: Lo siento, me he equivocado y no volverá a ocurrir. Un buen tipo.