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Yo confieso

José María García Linares / José María García Linares

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Me he levantado con una resaca papal que ni con paracetamol, ni primperán, ni nada que se le parezca. Los garrafones religiosos hay que padecerlos en silencio, como las almorranas, haciendo acto de contrición, penitencia, ayuno y abstinencias de todo tipo, sobre todo de sentido común. Menuda semanita llevamos con la visita de Benedicto XVI, que más que un peregrino parece la bajada de un tipo de interés. Los medios de comunicación nos lo han traído directamente a nuestro comedor, a nuestra sobremesa, incluso a nuestras tertulias.

Los españoles, que siempre hemos sido muy incultos, jamás entendimos muy bien esa terminología rara que se utilizó en la Constitución de 1978. Ahora, más vale tarde que nunca, por fin sabemos que aconfesional significaba cristiano. Qué cosas tiene el lenguaje, ¿verdad? Con razón nos molesta tanto la expresión de otras religiones en nuestro Estado. Aquí somos aconfesionales, apostólicos y romanos, así que vaya usted a poner sus templos allá donde se lo permitan.

La cobertura mediática ha sido exagerada. Ni siquiera Berlusconi, que también es un señor mayor y que continuamente está protagonizando escándalos sexuales, a veces con menores, es objeto de semejante pleitesía medieval. No se trata de si se condena o no el uso de los condones, de si la Iglesia ayuda o no a los más necesitados. Están en su derecho de hacer o no hacer, de decir o de callar. La libertad de expresión debe siempre prevalecer. Lo que realmente importa es que la curia más rancia y reaccionaria sigue convencida de que España es un país católico, a pesar de su pluralidad, y que el discurso del Vaticano, por tanto, está por encima del de sus gobernantes y del de otras autoridades religiosas. De ahí las críticas al laicismo “feroz” de Zapatero, al matrimonio homosexual o al aborto, asuntos todos recogidos en leyes civiles. La intromisión, como se ve, es evidente.

Agotador, en definitiva. Menos mal que la visita nos ha dejado algunos momentos gloriosos, incluso divertidos. Confieso que son impagables las imágenes de decenas de pijas coreando al son de sus carísimas mechas el nombre del Papa y reconociendo que están “superemocionadísimas”, o esa insistencia en contar cuántos jóvenes han ido a recibir a este señor, miles, cien miles, millones, siempre intentando contrarrestar esa imagen de decadencia y acabamiento. Un gigabyte de jóvenes, qué coño, animando a un incansable Benedicto, como si se tratara del último concierto de Fangoria. Deben ser todos ésos que luego compran sus condocillos de sabores y sus píldoras anticonceptivas (porque las ventas de estas cosas pecaminosas no bajan ni en tiempos de crisis) y que no pisan una iglesia a lo largo del año, digo yo, porque las parroquias están vacías (yo tampoco las piso, estaría bueno, con todo lo que tengo que leer, pero mi madre, que es una magnífica narradora, me lo cuenta). Familias cristianas con sus hijos (uno o dos, que más no se puede? ¿Cómo conseguirán no tenerlos?) porque hay que dejar que los niños se acerquen? Y ese altar o escenario a la manera de estación espacial para alcanzar el cielo. Qué vergüenza habrán sentido miles de creyentes y religiosos ante tal derroche, ostentación y atentado contra el mensaje cristiano.

José María García Linares

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