Espacio de opinión de Canarias Ahora
La nueva crisis: lecciones del pasado para mejorar el presente
Antonio Manuel Macías y José Luis Rivero Ceballos
El término crisis no es nada extraño a los canarios. Recordemos las más recientes. La expansión de la década de 1960 se vino abajo al debilitarse la demanda de servicios turísticos como consecuencia de la crisis de los países europeos, motivada por la brusca subida de los precios internacionales de las materias primas, especialmente del petróleo. La tendencia cambió a partir de 1985, pero en 1990 entramos de nuevo en crisis al descender la demanda de servicios turísticos por el deterioro de la economía internacional. La crisis de principios del siglo veintiuno se debió a la burbuja de las punto.com, y la de 2008 al desbarajuste generado por las hipotecas basura. Y ahora, como remate, un virus. Así que guerras, burbujas, reconversiones industriales, disparates financieros, virus. Cuando todo parece ir bien, o mejor, las cosas empiezan a ir mal.
Lo dicho permite comprender que se hable de las causas de las crisis en cualquier foro y que cada tertuliano aporte su particular tesis. Ahora bien, la que goza de mayor predicamento responsabiliza de nuestras reiteradas crisis a un monocultivo con más de cuatro siglos de historia y al actual «monocultivo» turístico, y deduce que nuestro constante sin vivir solo acabará cuando seamos capaces de diversificar el tejido productivo para reducir su fragilidad a los vaivenes de la economía internacional.
Sin embargo, el análisis histórico económico revela una historia muy distinta. Los canarios fueron los únicos agentes que aplicaron su capacidad emprendedora a los recursos naturales del Archipiélago (tierra, agua, clima, situación) para construir su modus operandi con criterios de eficiencia económica y de clase. ¿Cómo? Mediante una economía agroexportadora que articuló su potencialidad productiva a través de un mercado interior de bienes y servicios; había que minimizar los costes de la oferta exportadora y apostar por la mejora tecnológica y la innovación para garantizar su presencia en los mercados internacionales, a los que tenía acceso sin límites de credo o de bandera. Los puertos gozaron también de esta doble condición, y en sus enclaves se desarrolló una economía de servicios que reducía los costes del comercio exterior y rentabilizaba la situación de las islas en el derrotero atlántico. Negociábamos con los enemigos del Imperio (ingleses, holandeses, alemanes), pero a cambio de nuestra inquebrantable fidelidad pactamos un régimen de libertad comercial y baja fiscalidad; en síntesis, logramos un acuerdo político-institucional que dio mayor eficiencia económica a nuestra estrategia librecambista.
¿Y para qué? La respuesta es bien simple: para exportar de forma competitiva e importar de igual forma lo mucho que nos falta. Esta máxima sintetiza la historia económica de un escenario de dimensión insular y atlántica, pues la globalización está presente entre nosotros desde hace más de cinco siglos. Y si bien la contracción de la demanda foránea incrementaba el desempleo, no alcanzó cotas extremas y duraderas porque al ciclo negativo en la vertiente insular de aquel escenario le correspondió otro de signo positivo en su vertiente indiana (Cuba, Venezuela). Las miserias de acá se resolvían gracias a las riquezas de allá, y mientras andábamos en este trajín permanecíamos atentos a todo lo que acontecía para introducir de inmediato las innovaciones oportunas y retomar de nuevo la senda del crecimiento.
Convendría entonces sustituir el concepto de crisis por el de reajustes y aclarar cuáles fueron las auténticas crisis y sus responsables, aligerando posibles matices. Dos, únicamente dos, y en ambas por un Estado que por intereses «patrios» ajenos a esta parte de la patria le dio la espalda a sus habitantes.
La primera duró treinta años (1820-1850). La oferta agroexportadora se hundió; los puertos se despoblaron de bajeles; arreció el hambre, la muerte, y la emigración se convirtió en diáspora; los conflictos se sucedieron, y se habló incluso de desafecto al dominio español. ¿Por qué? Las cosas no iban bien desde la centuria anterior, pero supimos capear sus dificultades aplicando mecanismos de reajuste (emigración y remesas). La crisis llegó con la ruptura del pacto político-institucional que había favorecido la economía durante tres siglos. La política proteccionista redujo aún más la capacidad de adquirir las manufacturas foráneas a cambio de la oferta exportadora; la economía de servicios marítimos se arruinó por el cierre de los puertos a la marina extranjera para favorecer la nacional; la nueva fiscalidad suprimió el histórico régimen tributario de las Islas e impuso nuevas gabelas. Las elites actuaron en consecuencia. La continuidad del dominio español exigía un nuevo pacto, esto es, una política en materia fiscal y mercantil diferente a la aplicada en el territorio peninsular: frente al proteccionismo reclamaron de nuevo el librecambio. Nacieron entonces los puertos francos (1852), que procuraron décadas de progreso, aunque con sus indudables luces y sombras.
La segunda crisis duró veinticuatro años (1936-1960). La dictadura suprimió el legado librecambista isleño e interrumpió el proceso modernizador iniciado en el último cuarto del siglo XIX; un proceso que retomamos en la década de 1960. ¿Por qué? El régimen favoreció la oferta agroexportadora y controló con mano de hierro los salarios y las divisas generadas por las exportaciones para financiar su guerra y posterior política autárquica. Se apropió pues de una parte sustancial de la riqueza generada por nuestra economía y, por lo dicho, mediante la violenta apropiación de la que correspondía a las rentas del trabajo. Su esfuerzo por garantizar el abastecimiento del mercado interior importando lo mínimo se vio contestado por una fuerte inflación y por el mercado negro. Los salarios reales se hundieron y la emigración se convirtió de nuevo en diáspora con destino a Venezuela.
Los lectores podrían pensar que la causa de la presente «crisis» es la COVID-19, y culpabilizar de todo lo ocurrido a las instituciones supranacionales por no adoptar las medidas precisas y urgentes para frenar su propagación. Sin embargo, la historia revela la falacia de este argumento. La relación entre el agente patógeno y los humanos comenzó hace ocho mil años con la producción de alimentos mediante la agricultura y la cría de animales, la vida en comunidades de varios cientos y luego miles de habitantes y el intercambio con comunidades vecinas e incluso muy distantes. Los hombres aprendieron entonces que el intercambio multiétnico incrementaba sus vías de progreso, pero también que suponía un grave riesgo para la supervivencia. La lección les llevó a crear mecanismos ideológicos (rituales), sociales y económicos (almacenar alimentos), así como un marco institucional que consagraba los principios que regían la vida en común: solidaridad, reciprocidad y redistribución.
Dos ejemplos cercanos de pandemia permiten comprobar lo dicho, así como las graves consecuencias por no respetar las enseñanzas de aquella primigenia lección. Todos hemos leído las frecuentes hambrunas que sufrieron los habitantes más pobres de Lanzarote y Fuerteventura, obligados a emigrar a Gran Canaria, a Tenerife e incluso a La Palma, y causando un incremento de la mortalidad, pues con el hambre viaja su socio inseparable, el tifus exantemático. Y como la hambruna se debía a las malas cosechas provocadas por la sequía o por la langosta berberisca, diríamos que la Naturaleza fue la responsable del hambre y de la enfermedad. Pero la cuestión cambia de perspectiva si consideramos que en los años de lluvias moderadas, los más frecuentes, las cosechas de cereales de ambas Islas eran cuantiosas. Entonces, ¿por qué el hambre y la epidemia? Porque sus instituciones no se preocuparon por crear y llenar los depósitos de granos, los llamados pósitos, para atender las carestías en los años de malas cosechas.
Nuestro segundo ejemplo podría ser la epidemia mal llamada gripe española de 1918. Pero su incidencia fue insignificante comparada con la causada por el cólera morbo. De origen asiático, asoló Europa desde mediados de la década de 1830 y arribó al puerto de Las Palmas de Gran Canaria en mayo de 1851; en los cuatros meses siguientes mató al 20 por ciento de la población de la ciudad según cifras oficiales, y los que intentaban salvar sus vidas la llevaron a casi todos los rincones de la isla, como bien supo expresar Ventura Aguilar (1816-1858) en su oda El cólera morbo: «Huyen dispersos en incierta fuga / mil familias gimiendo horrorizadas / cuál tímidas palomas en bandadas, / a su pesar dejando / postradas y dolientes / las caras prendas de su amor ausentes».
La causa del desastre fue el agente patógeno, pero la elevada mortalidad tuvo otros agentes de naturaleza social. El primero, la crisis económica de carácter estructural que ya hemos citado. El segundo, la falta de ayuda exterior y en concreto del nuevo Estado para aliviar el mal, pues los grancanarios fueron abandonados a su propia suerte. El tercero, la carencia absoluta de inversión pública en sanidad e higiene para garantizar el abastecimiento de agua potable y evitar su contaminación con las aguas fecales. Y el cuarto y último, el desmantelamiento de las antiguas instituciones benéficas y asistenciales de la Iglesia y de los municipios como consecuencia de las desamortizaciones eclesiástica y civil, sin que el nuevo Estado asumiera ahora aquellas competencias en bienes preferentes.
¿Qué ha ocurrido desde la década de 1960? ¿Qué lecciones de la historia hemos olvidado y cuáles no hemos aún aprendido a valorar en su justo término? Un brevísimo repaso a las fortalezas y debilidades de nuestra economía permite responder a ambas cuestiones. Y en el caso de lo primero, su crecimiento ha sido extraordinario; de hecho, ha sido mayor que el del conjunto de España. Además, crecemos mejor y de manera más rápida después de cada recesión, lo cual sugiere que hemos aprendido algunas lecciones para superar sus elementos críticos.
La función prioritaria de toda economía es crear empleo, y la nuestra sobresale en ella, pues su indicador supera la media de España. Como en otras muchas islas, el turismo generó gran cantidad de empleo y otro renglón exportador sui generis se agregó a los tradicionales, de modo que constituye un despropósito hablar de «mal holandés», pues ninguna actividad basada en un recurso abundante sustituyó a las preexistentes. Y si bien es cierto que la agricultura redujo su aportación al valor de la producción total, el valor de su producción ha aumentado y con mejoras en la productividad.
La tercera lección que no hemos olvidado es el factor institucional. Cierto es que en determinados momentos las cosas políticas fueron tirantes, pero hemos sabido obtener del Estado un marco institucional favorable al desarrollo de Canarias y la aprobación de la última Ley del régimen económico y fiscal es un buen ejemplo. Como gran parte de las pequeñas islas del mundo, elegimos seguir siendo parte del Estado antes que independientes, y la historia ha demostrado que las islas que se mantuvieron dentro de los Estados (las llamadas Sub-National Island Jurisdictions, SNIJ) han conseguido mejores resultados económicos que las que se independizaron: una lección que la supimos desde que nuestros paisanos del otro lado del charco optaron por la vía independiente y nosotros por renovar el pacto con el Estado mediante los puertos francos. Además, perteneciendo a la Unión Europea mediante un status que permite modular las políticas, y arropados por el esquema de seguridad europeo y la OTAN, mejor que mejor y más aún teniendo en cuenta lo que se ha movido y se mueve a pocos kilómetros de nosotros.
Reconozcamos nuestras debilidades. Desde finales de los años noventa, el aumento de los flujos de población supera nuestro crecimiento económico, de modo que el valor de la producción por persona cae respecto a la misma relación en el conjunto de España; así pues, nuestra economía diverge en este tema respecto de la media española en términos de valor de la producción por persona, es decir, somos cada vez «más pobres relativamente» que la media de España. Nuestra tasa de paro es extraordinariamente alta, y no es posible crecer al ritmo suficiente para alcanzar el pleno empleo porque afectaríamos seriamente a los recursos naturales y a la calidad de vida. Los niveles de desigualdad en la distribución de la renta y los umbrales de pobreza son muy superiores a los del conjunto de España; debemos por tanto reconocer la fragilidad de nuestra cohesión económica y social, y este tema afecta y mucho a una sociedad que tiene en el turismo (lo llamamos actividades de hospitalidad) una de sus principales fuentes de renta y empleo. Finalmente, hemos cometido muchos disparates con los 4 recursos naturales, a pesar de las leyes y de la cada vez más activa conciencia social respecto al medio ambiente, si bien no todo ha sido un fracaso.
La recesión provocada por la COVID-19 constituye una oportunidad para avanzar en la resolución de los problemas apuntados. Y lo primero que debemos discutir son las interpretaciones de esta «crisis» que reflejan ideas preconcebidas: «tengo un enemigo y todo lo que ocurra lo aprovecho para echarle la culpa». Decir que la «crisis» se debe a los problemas medioambientales es aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid. La nobleza de llamar la atención sobre estos problemas no justifica el despropósito del razonamiento. También se ha dicho que la «crisis» es producto de la dependencia del turismo y de su vulnerabilidad ante las perturbaciones externas, lo cual no significa otra cosa que coger el rábano por las hojas. Por supuesto que Canarias es vulnerable, y también Baleares, Manhattan y Singapur.
Ser vulnerables a los desastres es una condición inherente a las islas. Siempre habrá perturbaciones externas que provoquen efectos negativos, y también positivos, de modo que el asunto que debe preocuparnos es el de precisar los factores que animan nuestra capacidad para recuperar la actividad productiva. De ahí que la tesis de la vulnerabilidad deba sustituirse por la tesis de la especialización flexible, como bien enseña la bibliografía sobre las pequeñas economías insulares desde hace cuarenta años, y nosotros la hemos practicado durante cinco siglos.
Los efectos de esta perturbación son enormes. Provocará una enorme tasa de desempleo, y la población más afectada serán los jóvenes que no han tenido el primer empleo y sin estudios postobligatorios. Los autónomos sufren sus consecuencias y una parte engrosará desgraciadamente la economía informal; y también la sufren los trabajadores con contratos temporales, que viven pendientes de la rotación en el empleo y que verán ampliarse los períodos entre contrataciones. Todo ello es fácil intuirlo. Lo que normalmente no se baraja es el hecho de que el empleo en Canarias es extremadamente sensible a las variaciones de la actividad económica.
Por estas razones, llevamos tiempo reclamando una renta mínima que cubra los períodos de carencias drásticas. El Gobierno de Canarias ha dado un paso en esta dirección, y haríamos bien en desterrar viejos tópicos, pues contra de lo que suele pensarse, dichas rentas no desincentivan la oferta de trabajo ni suponen tirar el dinero público; al contrario, vuelven de inmediato a la economía privada vía consumo. Y en esta misma línea, las regulaciones de empleo tipo ERTEs deben convertirse en un instrumento de carácter permanente y con una legislación necesariamente ajustada.
Preocupa el futuro del turismo. Pero tenemos una gran experiencia acumulada en el sector y reputados profesionales para hacer frente una vez más y con toda solvencia a las dificultades derivadas de las perturbaciones externas. Llamaremos únicamente la atención sobre la necesidad de una apuesta conjunta por una reputación nacional e internacional intachable y sostenida sobre la seguridad y el medio ambiente. Y hablando de reputación, es fundamental el buen gobierno. El estado de la hacienda canaria permite un nivel de endeudamiento aceptable, pero tropezamos con las reglas generales manejadas desde el Gobierno del Estado y la Unión Europea. Se necesita urgentemente hacer efectivo el margen de deuda y de gasto, y no conviene centralizar en exceso el nivel de decisiones porque, guste o no, hemos diseñado un modelo cuasifederal con una larga trayectoria y experiencia de gobierno. Además, el Gobierno de España debería impulsar alguna modificación en los incentivos del REF. Por último, la rapidez y facilidad del crédito es fundamental para conservar el potencial de producción y distribución, y de ambas variables dependen el éxito de las medidas de la Unión Europea.
Así pues, si reaccionamos rápido, protegemos las rentas de los desfavorecidos, e impulsamos la actividad económica vía gasto público y con facilidades de crédito, los efectos más negativos de la «crisis» pueden ser controlados en un año. No obstante, téngase en cuenta que una perturbación de estas dimensiones no permite recuperar el valor de la actividad económica a los niveles anteriores a su incidencia en menos de treinta y seis meses.
Por último, citemos dos lecciones del COVID-19 que demuestran una vez más que los agentes patógenos forman parte de los sistemas sociales y por ello se desarrollaron desde temprana fecha los mecanismos precisos para minimizar sus niveles de mortalidad y letalidad. Todos los días agradecemos a nuestros profesionales sanitarios su lucha contra el virus. Pero tal meritoria acción no basta. La epidemia volverá de nuevo con casi total seguridad y debemos por tanto apostar de inmediato por reforzar y mejorar las infraestructuras sanitarias públicas y su dotación de personal, tanto en el terreno asistencial como investigador; en este sentido, debe contarse con las dos universidades canarias.
La segunda lección tiene que ver con el reiterado tema del cambio en el modelo productivo. Debería sustituirse aquella expresión por la de mejorar lo que ya sabemos hacer, pues esta es la única senda por la que podrían aflorar nuevas actividades. En este sentido, todos hemos comprobado el esfuerzo de nuestros sectores agrario e industrial agroalimentario por satisfacer nuestra demanda. Y si bien hemos agradecido su esfuerzo, con ello no basta. Nuestra solicitud debe persistir para que aquellos dos sectores sigan apostando por producir para nuestro mercado interno con mayores garantías de futuro.
Este artículo, redactado por los investigadores Antonio Manuel Macías Hernández y José Luis Rivero Ceballos, a instancia de las Sociedades Económicas de Amigos del País de Gran Canaria, Tenerife y La Palma, expresa una vez más el objeto social de estas instituciones desde su constitución en el siglo XVIII: su constante preocupación por contribuir a mejorar la economía de nuestras islas y el bienestar de sus habitantes.
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