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Delenda est Carthago

Israel Campos

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Cuando a principios del siglo III a.C. la ciudad de Roma ya se había anexionado toda la península itálica, le llegó el momento de enfrentarse con la otra potencia hegemónica en el Mediterráneo central hasta ese momento: la ciudad norteafricana de Cartago. Del conflicto entre estas dos ciudades surgieron las conocidas como Guerras Púnicas (púnico es la manera latina de referirse al origen fenicio -phoiniké en griego- de la ciudad), que marcaron un antes y un después en la historia de Roma y le permitieron empezar a gestar un imperio territorial mucho antes de que hubiera emperadores. En la primera de las guerras, el territorio en conflicto fue Sicilia y después de casi veinte años, Roma consiguió imponerse. En la segunda, hubo dos escenarios principales, el sur de la península ibérica y la propia Italia. En este conflicto hubo dos protagonistas relevantes: del lado cartaginés, Aníbal consiguió sorprender a los romanos obteniendo victorias en suelo itálico y llegando a estar a punto de dar el “sorpasso” de conquistar la propia ciudad de Roma. El miedo a verse vencidos fue tal que el Senado llegó a plantearse huir y abandonar la Urbe a su suerte. Finalmente apareció la figura de Publio Cornelio Escipión (luego llamado también el Africano) quien de forma sorpresiva, no solo le fue ganando terreno a los cartagineses en Iberia, sino que finalmente llegó a vencer a los ejércitos de Aníbal a las puertas de la propia ciudad de Cartago en la batalla de Zama del año 202 a.C.

Después de esta victoria, Cartago quedó confinada a su mínima expresión. Roma aprovechó la coyuntura para expansionarse por el Mediterráneo, conquistando Grecia, la Península Ibérica y Asia Menor. Desde el punto de vista histórico, siempre ha sido interesante analizar el contexto en el que Cartago pudo sobrevivir tras la derrota contra Roma, perdiendo buena parte de sus territorios que le permitían obtener apoyos humanos e ingresos económicos. Además, esa derrota fue aprovechada por los pueblos bereberes vecinos de la colonia fenicia para expandirse a su costa y conformar los futuros reinos de Numidia y Mauritania, aliados de Roma. Los romanos parecían haberse despreocupado de su anterior enemigo por antonomasia, satisfechos con su victoria y con su nuevo papel de dominadores. Sin embargo, las fuentes nos han dejado una anécdota vinculada a un personaje curioso de la historia de Roma. Plutarco (Catón, 27) y Plinio (Historia Natural, 15.74) hablan de un tal Catón el Viejo quien a mediados del siglo II a.C., solía acabar todas sus intervenciones o charlas ya fueran en el Senado, en el Foro, en una cena de amigos o en los retretes públicos con la siguiente sentencia: “Delenda est Carthago” (Cartago debe ser destruida). Este político romano asumía que Roma no podía permitirse dejar con vida a su enemigo, puesto que siempre podría recuperarse y volver a convertirse en la amenaza que 70 años atrás había llegado a plantarse a las puertas de la propia ciudad. Bien fuera por su insistencia, sus maquinaciones o por los propios intereses estratégicos, en el 149 a.C. Roma finalmente declaró la Tercera Guerra y el resultado final fue la destrucción y arrasamiento completo de la ciudad púnica.

En estos días post-electorales no están faltando los nuevos catones que de una forma u otra claman la necesidad de que ese enemigo peligroso que ha estado a punto de asaltar el cielo del poder político en España debe ser destruido. Estos catones entienden que la victoria en las elecciones del PSOE, lo que viene a significar la victoria del modelo tradicional institucional, debe suponer también llevarse por delante cualquier futura recuperación de otra fuerza que pueda hacerle sombra o cuestionar su tradición de gobierno sin apoyos y coaliciones. La maquinaria propagandística parece centrarse en evocar la frase atribuida a aquel Catón, quien curiosamente murió antes de que la ciudad fuera destruida. Pero la Historia debe ser vista en perspectiva. La destrucción de Cartago permitió a Roma lanzarse definitivamente a la conquista de todo el Mediterráneo. Pero internamente abrió las puertas al propio colapso del sistema político romano. Ante la ausencia de un contrapeso fuerte exterior, los generales empezaron a competir entre ellos por ver quién acumulaba más poder personal. Aquí se sentaron las bases para las primeras guerras civiles entre romanos y finalmente… la desaparición de la República romana.

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