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El desamparo de nuestra vejez

Sergio Domínguez-Jaén

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La capacidad del Estado para proteger, dotar económicamente sus servicios públicos, como la sanidad, la educación, la cultura, el tejido sociolaboral y los derechos y deberes de trabajadores y empresas, es un indicador manifiesto de la salud de su sistema democrático.

Cuando alguna basa de este ambiguo edificio, que también tiene desagües para evacuar lo que no cree conveniente para mantener el equilibrio entre las fuerzas, dialécticamente contemporáneas, es un estado que precisa de lecciones democráticas de los ciudadanos que, en teoría política, son en principio las fuerzas históricas que obligan, accionando los cambios.

El estado y sus políticos demuestran su compromiso social y colectivo en aquellas ocasiones donde las condiciones son más duras y precarias, sobre todo con los siempre desfavorecidos, sin que este sesgo sea fruto de la compasión, sino un derecho indeleble del ser humano.

Casi cuarenta mil ancianos: tercera edad, senior, segunda juventud, otoño de la vida, jubilado, eufemismos todos que en estos momentos encierran semánticamente la tragedia que todos estamos viviendo, nosotros y los ajenos. ¿Hay alguien ahí, pregunto? Y desde esta primera persona a todos los plurales que me vienen a mientes, corresponde una profunda reflexión.

Porque de todas las esquinas desde la cultura que abiertamente escinde entre popular e intelectual, me responden que están -por ahora- razonablemente bien entre bastidores. Otros muchos no han respondido; ya se fueron y no nos dejaron decirles adiós, ni darles el beso en la frente que es la tradición espiritual más antigua. Porque a los que vamos camino de un júbilo incierto, para tener tiempo de nadar con tus nietos, hablar seriamente con tus hijas o sentarte en una piedra del largo camino, nos están apilando como leña seca. Mis amigos, según las directrices del ministerio de Sanidad y la ratio impuestas por la COVID-19, son personas, como el que escribe, de riesgo. Y no tengo claro si nuestros hijos e hijas actuarán como nosotros hemos interactuado siendo masa crítica; en muchas cosas acertamos y en otras decepcionamos. Se nos están muriendo en serie, solos, abandonados, ajenos, extraños, y silenciados.

Hay que proponer un rearme moral, ya que estamos con terminología bélica, una honda recepción del pensamiento crítico, porque tenemos experiencia y materiales para ello. Ya no nos sirve el inexacto concepto judeocristiano para definir la forma en que nos sentimos culpables ahora y cuando salíamos de la residencia dejando el sueño de una existencia a la deriva.

Tenemos que saber qué omitimos, qué callamos, en qué peldaño de la escala de valores intangibles nos situamos, una vez que nos hemos cargado el espíritu de los tiempos, y no tenemos respuestas. Y porque nos hemos convertido en una sociedad que prima la competición, que no la competencia, para llegar a una comunidad que se esclaviza laboralmente y no nos permite la paridad laboral y familiar.

No entro en valoraciones políticas que en este caso creo que es el mal menor: ¿Por qué? Porque la política se ha refugiado en la ciencia y en la clase intelectual para adoctrinarnos y saber qué hacer y porque nos han defraudado; quiero y tenemos que ir más lejos y cuando sea el momento que crispen si quieren, ahora no corresponde. En estos momentos tenemos muchas preguntas sin respuestas que hemos de responder ante nosotros mismos y entre nosotros y con aquellos políticos con sobrada sensibilidad para contar con ellos.

¿Qué ha sido de los comités de bioética de los grandes centros sanitarios? ¿Qué es de los consejos éticos de las grandes corporaciones, donde se ha de procurar que el activo más importante sea el humano? ¿Dónde queda hoy el valor, el empoderamiento de la vejez como naciente que indica la experiencia del agua? No podemos permitir que se sigan insultando, mirando para otro lado, culpándose, pidiendo perdón sin pena: esta tragedia es nuestra y solo nuestra y a ella hemos de llegar accionando.

Un adiós es siempre un recuerdo, pero un adiós en la cara de Caronte es una herida que siempre supura; por generaciones.

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