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Y yo sin enterarme
Sin embargo, el milenario oráculo ha sido desbancado por la sapiencia de un octópodo británico, residente en un acuario alemán. El mencionado pulpo, de nombre Paul, se ha convertido en la mejor ayuda para todos aquellos que se quieran asegurar unos buenos beneficios, a la hora de apostar sobre los resultados de los partidos del mundial de fútbol de Sudáfrica.
Por añadidura, Paul se ha convertido en la columna vertebral de las aspiraciones del equipo español para lograr el ansiado trofeo. Tras acertar con el resultado del choque entre la selección española y su oponente teutón, el pulpo ha pronosticado que, al final, el equipo nacional logrará alzarse con la victoria. Es la prueba inequívoca de que los males de nuestro país están llegando a su fin y que, tras la deseada victoria, un nuevo amanecer iluminará los cielos españoles.
Ya solamente falta que el balón comience a rodar para ver cómo los jugadores, arengados por un país volcado en el exceso verbal y gestual más esperpéntico, se transmutan en una suerte de Capitán Trueno, armados de su justiciera tizona y franqueados por una mole como Goliath.
¿Se imaginan los epítetos que pudiera describir un Miguel de Cervantes, si se cambiara los quijotescos molinos por los miembros de la selección holandesa? ¿Quién no querría ver a los arietes de la selección española a lomos de una manada de Rocinantes, empeñados en perforar la portería contraria?
¿Y qué les puedo decir del Conde-Duque de Olivares, Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar, quien a buen seguro vería en el partido del domingo una oportunidad de resarcirse de las derrotas sufridas durante la campaña de Flandes?
Cualquier excusa es válida con tal de apoyar a la “roja”, la selección que ha logrado lo que los políticos no han podido, y sin necesidad de tantas reuniones.
Cierto es que la selección también se ha convertido en el cajón desastre con el que justificar, por ejemplo, el gasto megalomano e innecesario, de cierta bandera que duerme el sueño de los justos en algún cajón. Ahora, cuando las cosas están como están, se busca esconder las miserias de los excesos del pasado apelando al guiño patriótico y el calor de la afición.
Luego están quienes están haciendo su particular “agosto” vendiendo todo tipo de estudios, estadísticas, balances y demás. Los hay para todos los gustos, desde la cantidad de agua que se bebe por partido, pasando por la intensidad emocional de cada choque y terminando por la cantidad de infartos por tiempo transcurrido. Vamos, que el que no se entretiene es porque no quiere.
Dejo para el final el espíritu patriótico nacional, tan del gusto de la dictadura franquista y el cual impregnó, por ejemplo, a los voluntarios de la División Azul. Si antes no estaba bien visto enseñar la bandera nacional ?sonaba a rancio- ahora viste embutirse en ella, cual mono patriótico de diario. Incluso la pasión por la selección ha sobrepasado a los nacionalismos más recalcitrantes y sus enseñas han quedado sepultadas bajos la catarata carmesí de la bandera nacional.
Resulta curioso que la España de las autonomías, de los estatutos, de las diferencias lingüísticas, sociales y educacionales griten todas al unísono hasta quedarse roncas. ¿Dónde quedan ya las defensas de Numancia, el valor de los últimos de Filipinas y la gesta de Agustina de Aragón? Pues arrinconadas en el pasado, en alguna biblioteca olvidada o soportando el polvo de cualquiera de los muchos museos olvidados que jalonan nuestra geografía.
Nuestro país está a punto de hacer historia no solamente por la entrega de sus jugadores, sino por la manera en la que los aficionados “sienten los colores”, y eso bien vale un potosí. ¿Qué más da lo que ocurra en el mundo real? Para tratar con la realidad están los demás países, aquellos que se acuestan pronto, trabajan sus horas e, incluso, son capaces de trabajar por el bien de su comunidad. ¡Vaya tontería, con lo bien que se pasa alegando, hora tras hora sobre la importancia del color del césped, si se juega a las tres de la tarde, en vez de a las cinco menos cuarto!
Y siempre, siempre, siempre, nos quedará Paul para darnos el espaldarazo definitivo y no caer en el desaliento. Ya puestos, ¿por qué que no le preguntan cómo salir de la crisis o de qué forma se debe encauzar la reforma laboral? Quién sabe lo que se le puede ocurrir.
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