En este momento en el que el personaje salta por encima de sus circunstancias, en el que incluso asisto a su entierro fingido como si fuera su entierro de verdad, sintiéndome un huérfano inconsolable, arrebatado de fulgor y hurtado de la sabiduría de un hombre cuyo pensamiento y su capacidad para sintetizar los pensamientos de otros me resultó esencial, deseo homenajearle con un fragmento delirante de uno de sus libros (Diccionario Filosófico/Planeta), en el que el genio iluminaba -seguramente pretendiéndolo- el escenario de los políticos, pero también de todos los depredadores que dedican su existencia a la gloria. El texto es perfectamente aplicable tanto a una realidad ajena como a una familiar. El que tenga en su cabeza los extraordinarios acontecimientos ocurridos en el Parlamento de Canarias en las últimas dos semanas acertará de pleno. Dice Savater que cada vez le daba más importancia a la estupidez y que esa nueva perspectiva se la debía al historiador italiano Carlo Cipolla. El citado profesor asegura que los evidentes y numerosos males que nos aquejan tienen por causa la actividad incesante del clan formado por los máximos conspiradores espontáneos contra la felicidad humana: a saber, los estúpidos. Y no hay que confundir a los estúpidos con los tontos, con las personas de pocas luces intelectuales: pueden también ser estúpidos pero su escasa brillantez les quita la mayor parte del peligro. En cambio lo verdaderamente alarmante es que un premio Nobel o un destacado representante social puedan ser estúpidos hasta el tuétano a pesar de su competencia profesional. La estupidez es una categoría moral, no una calificación intelectual: se refiere por tanto a las condiciones de la acción humana.Partiendo de la base de que toda acción humana tiene como objetivo conseguir algo ventajoso para el agente que lo realiza la opinión de Cipolla es que hay muchos más estúpidos que personas buenas (los que aspiran a tan alta cualificación), malas (que obtienen beneficios a costa del daño de otros), o incautas (los que pretenden obtener ventajas para sí mismos, pero en realidad se las proporcionan a otros). Y además los estúpidos son más peligrosos: primero porque no consiguen nada bueno ni siquiera para sí mismos, y luego porque el estúpido es peor que el “malo”, porque el “malo” descansa de vez en cuando pero el estúpido jamás. Aún peor: porque lo característico del estúpido es la pasión de “intervenir”, de reparar, de corregir, de ayudar a quien no pide ayuda, de curar a quien disfruta de lo que el estúpido considera “enfermedad2. Cuanto menos logra arreglar su vida más empeño pone en enmedar la de los demás.Podríamos establecer que la estupidez es la condición de imbécil sumada a la pasión por la actividad.Y, en efecto, mirando a nuestro alrededor no puede uno convencerse de que la abundancia de ”malos“ y de ”incautos“ baste para explicar la magnitud del tiberio en el que estamos metidos.Abandonando las investigaciones filosóficas de Savater el resto es cosa de ustedes: póngales nombres y apellidos a cada uno de los protagonistas a la colaboración entusiasta de la estupidez en la aventura más o menos intensa que vivimos. Sin ella seguro que esa realidad cotidiana carecería de sus principales sobresaltos colectivos. Francisco J. Chavanel