Me refiero, por si no se han percatado de cuál es, al que rodea a una modesta y traqueteada bolsa de plástico de un supermercado cualquiera. Sí, una bolsa de plástico, de las que se reciclan para tirar la basura sobrante del hogar después de cumplir su cometido de alforja moderna, está a punto de sobrepasar a cualquier bombón de postín o cerámica para el cuarto de baño que se precie y se anuncie como tal. ¿Piensan que estoy loco o que todavía sufro de los vapores etílicos de la noche de Reyes, de los que hablaré más adelante? Pues no, y a las pruebas me remito.Mi descubrimiento, basado en la observación empírica, se gestó durante la noche del 1 de enero de este recién estrenado año, y ya mancillado por unos y otros, en especial la “clase política insular”. Al no haber pasado los últimos primeros de año en las Islas, admito que no estaba del todo preparado para lo que me encontré.Tenía claro -por comentarios de amigos y por artículos publicados en los años anteriores- que el común de los mortales estaba ya más que cansado de los abusos de las mal llamadas fiestas de fin de año. Mal llamadas, porque la tónica general en este tipo de eventos solía repetir la siguiente secuencia: local, preparado para 200 personas y que terminaba por albergar a cerca de 600; dentro de él se podían encontrar pocas barras y mal atendidas, en especial en el tema de hielo –mercancía más preciada que los diamantes durante la velada- lo que dificultaba sobremanera la cacareada barra libre. El resultado de todo es que, aparte de una escuálida bolsa de cotillón, muchos pisotones y alguna mísera copa, poca ganancia más se terminaba por sacar de los mencionados eventos. No quiero generalizar, pero como se suele decir, la carne es débil y la cara de muchos de los organizadores es durísima.Partiendo de dicho conocimiento, no me extrañó que los anuncios de tales fiestas brillaran por su ausencia, en comparación a la última vez que pasé las navidades en el Archipiélago. Aún así tampoco pensé que la tortilla se hubiera vuelto de la manera que lo ha hecho. Entiendo que uno tenga ganas de beber en fechas tan señaladas en compañía de sus amigos. Sin embargo, añadir a los trajes, tanto de hombre como de mujer, amén del smoking preceptivo de la celebración en los varones, una bolsa de supermercado como complemento obligado, me parece una verdadera cutrez. Claro que, hay bolsas y bolsas, y no es lo mismo llevar las bebidas en una bolsa de la tienda de la esquina que una de una gran superficie. Y siendo más exquisitos, hay supermercados con boutiques exclusivas, lo cual aumenta la sensación de poderío y da clase a su portador. Ya puestos a ser exclusivos, lo mejor es encontrar una bolsa de una tienda extrajera –por ejemplo de Stockman o Sokos, dos reputados establecimientos de la ciudad donde resido- para dar el cante ante los conocidos. Todo sirve para organizar un macro botellón, vestidos con las mejores galas, en la plaza de Hurtado de Mendoza –conocida antes como plaza de las Ranas, antes de desaparecer las auténticas-. Las modas cambian, cierto es, pero cuando lo hacen para peor, mejor que se queden como están. La verdad es que, en una ciudad como Las Palmas, pocas opciones más quedan si no tienes un bolsillo bien provisto y estás dispuesto a pagar lo que te piden en los locales durante la velada. De todas formas, vestirte de gala para terminar con tus huesos en un duro y frío banco no se me antoja la mejor forma de empezar el año.Días después me quedó claro que el bolsillo no es la única razón por la cual alguien recurre al botellón como plan alternativo ante los abusos cometidos. Y la mejor muestra fue el botellón, controlado y tutelado por las instituciones insulares, en las zona comercial de Triana. Lo primero es felicitar al concejal de distrito y al resto del personal por cumplir lo que se solicitó. La zona, al revés que otros años, estaba custodiada por la misma policía que se destaca en un partido de fútbol, de los calificados de máxima seguridad. Además, no era difícil encontrar uno de los abundantes urinarios dispuestos a los largos de las principales calles. Con ello se lograba neutralizar buena parte de los conflictos desatados entre los asistentes y ofrecer la posibilidad de defecar en donde se debe y no en un portal cualquiera. Hasta ahí bien. Lo que no es de recibo es apadrinar un botellón a lo largo y ancho de una zona comercial, olvidando el verdadero motivo de su celebración. Antaño, esa noche se aprovechaba para realizar alguna compra de última hora y, si se podía, se efectuaba una parada en el camino y se repostaba convenientemente. Hoy, la única intención del personal allí congregado es llevarse a casa una buena borrachera, el primer regalo de los Reyes Magos, olvidando las más elementales señas de educación y saber estar. Lo mejor de todo es comprobar que, al igual que el primero de año, ellos y ellas, lucen sus mejores galas para tomarse una copa -en muchos casos de dudosa calidad- en un vaso de plástico y en medio de la calle. Nunca el aparentar y presumir de quién se es y qué se tiene ha sido más mundano. No obstante, qué pensarán mis compañeros de bufetes, hospital, estudio o empresa si no me ven allí, vaso en mano, aguantando la humedad de la noche, mientras pago cuatro o cinco euros por una copa como si de un local de alto postín se tratara, pensarán muchos de los allí reunidos. Qué razón tiene Mafalda cuando afirma que, por costumbre, el hombre es un animal...Tarde llegan las lamentaciones de los comerciantes de la mentada zona comercial, ahora que cada vez son menos los que salen esa noche a comprar, ante el panorama. Y para colmo, los perniciosos medios de comunicación, aquellos no controlados por la conferencia episcopal y rotativos “mundialmente” conocidos, se descuelgan con la noticia del macro botellón organizado en Las Palmas de Gran Canaria. Si querían mejorar la imagen de la ciudad lograron todo lo contrario. ¡Qué bueno sería salir en las noticias por una vez para algo bueno y no con motivo de cualquiera de los desatinos que parecen presidir la actualidad de las islas! Claro que para ello tendrían que cambiar muchas cosas y eso es otra historia. Eduardo Serradilla Sanchis