Guerras, las malditas guerras

Un niño se sienta en un columpio frente a un edificio residencial dañado en Kiev por las bombas rusas

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“Vuestras guerras, nuestros muertos”. Esta frase se ha convertido en un grito desgarrador de quienes ya estamos hartos de que las guerras constituyan el instrumento recurrente para que otros impongan su dominio político y sus ideas dentro y fuera de su sociedad. 

La de Ucrania supone otro punto de inflexión en la paz mundial, que ha superado la nueva fase de la Guerra Fría en la que estaba inmersa Europa y que nadie quería reconocer. Rusia no solo no ha respetado la soberanía nacional de otro país, demostrando su actitud imperialista, sino que al declararle la guerra e invadirlo, abre las puertas para utilizar sus armas nucleares contra el bloque antagónico de la OTAN y genera la participación paralela de terceros países en el marco de una hipotética Tercera Guerra Mundial. 

El primer día, tras estallar ese combate, un periodista de una cadena radio española manifestó que la guerra de Ucrania era la más importante que se había desarrollado en Europa desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Solo habían pasado veinticuatro horas y ya se hacían este tipo de afirmaciones, pero sin justificar por qué era diferente a otras actuales como las que se desarrollan, por ejemplo, en Yemen y Siria. Al instante, pensé que se trataba de un comentario gratuito y la muestra de que etiquetamos esos conflictos dentro de una jerarquía en función de los intereses que representan, cómo afectan a la estructura socioeconómica del primer mundo y su proximidad o lejanía con respecto a Europa Occidental.

En ese momento, no pude evitar pensar en uno de los genocidios más aberrantes que se han desarrollado recientemente en suelo europeo y del que parece que ya nadie se acuerda: las guerras de desintegración de Yugoslavia (1991-2001), donde en una de ellas se practicó la limpieza étnica, gracias a las figuras que la alentaron, caso de Radovan Karadžić, Slobodan Milošević y Željko Ražnatović, conocido como Arkan, entre otros muchos. Políticos, ideólogos y ejecutores. Ninguno estaba loco. Al contrario: sabían lo que decían y hacían porque quienes provocan las guerras, actúan a conciencia y bajo unos objetivos. Asesinar, violar, descuartizar, quemar y destruir se convirtieron en órdenes y acciones que alimentaron el odio serbio hacia los musulmanes, cuya impunidad no inmutó a los dirigentes que formaban parte de la OTAN y la UE y que ahora sí han puesto el grito en el cielo por la conducta del presidente de Rusia, Vladímir Putin, sobre el pueblo ucraniano. Los militares y paramilitares serbios cometieron atrocidades de las que todavía se sienten orgullosos, pero eso ya no nos interesa. 

Todas las guerras no son iguales ni tienen su mismo peso en el contexto internacional. Hasta para hacer el mal, los humanos somos competitivos. Yugoslavia estaba en el centro de Europa y no nos escandalizábamos demasiado en relación a lo que sucedía allí porque tampoco era asunto nuestro, sino producto de lo que considerábamos como un conflicto interno. No había petróleo de por medio ni otros recursos naturales de fuerte demanda en el mercado mundial ni menos aún armamento nuclear que provocase tensiones gubernamentales. No había entidades bancarias fuera del suelo yugoslavo que se viesen afectadas por dicho conflicto, en lo que respecta a su blanqueo de dinero, ni tampoco las balanzas comerciales de los distintos países se resintieron por la matanza de Srebrenica. En realidad, tampoco había vergüenza en una Europa que, aun así, presumía de ética, razón y comportamiento cívico y que era —y sigue siendo— una madriguera donde el dinero circulaba de manera opaca y se anteponía a los derechos humanos.

La sociedad europea no ha aprendido nada del grado de destrucción al que se llegó en la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, ha contribuido a la política expansionista de Estados Unidos, que controla la OTAN, convirtiendo Europa en un apéndice territorial bajo su influencia. Los europeos no hemos articulado una diplomacia para la paz y el no alineamiento, teniendo en cuenta las experiencias que se han desarrollado en otros países, donde la proliferación armamentística ha dejado una huella imborrable en forma de muerte y destrucción. Los edificios se reconstruyen; las vidas no. Y si este es el sentir de nuestro gobernantes, en esa misma Europa milenaria, caracterizada por su heterogénea riqueza social y cultural, tarde o temprano su política belicista traerá esa misma muerte y destrucción, que a veces nos repulsa cuando la vemos en televisión.  

El aliciente de esta nueva guerra en Ucrania tiene un trasfondo económico y geopolítico, que ha convertido a Europa Occidental y Oriental en un tablero de ajedrez, en el cual se ha articulado una tela de araña en forma de bases estratégicas de misiles, que representan los intereses de Estados Unidos, bajo el paraguas de la OTAN, y los de Rusia. Al frente de ellos, los de siempre: políticos y señores de la guerra, con sus correspondientes vasallos, que se arrodillan, expresados en la UE y en diversas repúblicas dictatoriales (procedentes de la antigua URSS) y países afines, respectivamente. 

Hay políticos y gobernantes que tienen las manos manchadas de sangre, pero no les importa nada con tal de alimentar sus ansias de poder a cualquier precio, justificando sus conquistas territoriales como respuesta a su programa de seguridad nacional. Son los mismos políticos y gobernantes que personifican a países fabricantes de armas, que las venden a otros en conflicto, con lo cual potencian las guerras como fórmula de enriquecimiento de sus economías y de colaboración en el control geoestratégico mundial. Son los mismos políticos y gobernantes que, una vez que cierran un contrato millonario de venta de armas, cuyo destino es el asesinato de personas, muestran luego su cara benévola y compungida en organizaciones como Naciones Unidas, donde participan en el teatro del llamamiento a la paz mundial. 

Al final, en la base social están los de siempre. Los que sufren y mueren, obligados a intervenir en estos conflictos y cuyas vidas acaban cercenadas. Las madres, siempre las madres, esperando a que regresen sus hijos e hijas del frente. Los milicianos, que dejaron atrás su azada en el campo o el ordenador de su oficina, a los cuales se les infunden el valor preciso para defender la patria. En sus ojos solo hay terror y manos que tiemblan, manos que se mancharán de sangre, arrebatando la existencia de otras personas, si quieren sobrevivir. 

A las guerras hay que ponerles un nombre, pero también una cifra de muertos; cuantos más, mejor, para regocijo de quienes las provocan y las ganan. Lo que sí es seguro es que los ataúdes hay que repartirlos entre uno y otro bando. A esos políticos y gobernantes no les importan las vidas en juego. Señalan un territorio en un mapa y reparten la muerte sobre él. Sus bombas y sus balas mutilan con tanta efectividad como el campesino que corta la hierba con una guadaña. Hay sangre en muchas partes; a veces, tiñendo cuerpos que se pudren a plena luz; otras, esparcida por paredes, que denotan los restos de un combate. Nos hablan de himnos y banderas, de seguridad nacional y fronteras, de la defensa del solar patrio. Nos hacen creer que somos parte indispensable de su mentira; si no la apoyamos, nos detienen, nos encarcelan, nos torturan, nos desaparecen. Cuántos civiles y periodistas han sido silenciados para que triunfe la falsa verdad y los argumentos que justifican una conflagración.

Estos días me he acordado del libro Cuanta, cuanta guerra, de Mercé Rodoreda, una de las mejores escritoras en lengua catalana. Su novela invita a la reflexión sobre qué conduce a la destrucción entre las personas, el miedo a la muerte violenta y por qué entregamos nuestras vidas para que otros se jacten de su condición de líderes. Pero también construye el relato de que las guerras conducirán a la autodestrucción de la humanidad, algo que no nos quita el sueño. 

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