Espacio de opinión de Canarias Ahora
Menos guerras y más bibliotecas públicas
Una niña se ha sentado en el suelo. Apenas tiene 3 años. Ha cogido un libro de entre cientos. Tiene la boca entreabierta, producto de la curiosidad. Se siente atrapada por el contenido de las páginas. Todo es quietud a su alrededor. El conocimiento descansa en estanterías de distintos tamaños que, ante sus ojos, se presentan como árboles en un extenso campo, donde se mezclan olores, formas, sonidos y colores. Tarde o temprano, trepará por ellos para conocer otros lugares, para saber qué hay más allá de aquella tierra donde esos gigantes se cimbrean sonrientes con el viento y donde títulos y autores, que crecen a modo de plantas y flores, narran todo tipo de historias.
Detrás de ella hay un cartel pegado en la pared con una fotografía icónica: la Biblioteca de Sarajevo totalmente destruida, realizada en 1992 por Gervasio Sánchez. Nos recuerda que, cada 24 de octubre, se celebra el Día de las Bibliotecas, pero también las distintas formas en que se presenta la barbarie. La guerra es innata a la humanidad y constituye la forma irracional de resolver discrepancias e imponer ideas. Nada ni nadie está a salvo de ella.
Esa pequeña representa la vida y la esperanza de un mundo mejor. Está en la Sala Infantil y Juvenil de la biblioteca pública donde trabajo, allí donde comienza parte de su libertad. Quizá, aún no sabe que ese espacio forma parte de una institución cultural y educativa que es el antagonismo de un conflicto bélico, convertido asimismo en una ventana a su autonomía y liberación y totalmente incompatible con el significado de ese tipo de enfrentamiento. Pero lo sabrá, más temprano que tarde.
Mientras coloco un ejemplar ajado de El gobernante, de Ana Jesús Olaya Cuenca, pienso en cómo será su futuro dentro de unas décadas y qué herencia le dejaremos. La fotografía de Gervasio es una advertencia de que la guerra es la vieja señora que nunca pasa de moda, siempre elegante y atractiva para quienes se llenan los bolsillos de dinero a costa de la muerte y las desgracias miles de personas.
Las bibliotecas públicas son el antídoto que puede curar parte de esa enfermedad que nos destruye, aunque no los cuerpos y las mentes dañadas. La sombra alargada de la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo pone de relieve que la guerra es sinónimo de muerte y el irreversible fin para quien la sufre, producto de miserables que tienen ansias de poder. Por el contrario, aquellas personifican la vida, plasmada desde los bebés, que cuando aún balbucean, se acercan por primera vez a los colores llamativos y al tacto de un libro, hasta la tercera edad, que encuentra en los clubes de lectura y las nuevas tecnologías un punto de reunión para continuar socializando.
No, pequeña. Quisiera decirte en voz alta que dichas bibliotecas no señalan a los considerados cobardes por no empuñar un arma para asesinar en nombre de una bandera, un himno y una ideología. Precisamente, la guerra ha educado a los niños y las niñas soldado para convertirlos en autómatas, que no sienten ni padecen al apretar el gatillo de un AK-47, manejándolo como si fuese un lápiz. Por el contrario, estas paredes, que ahora te protegen, son un manantial del conocimiento plural para que cualquiera determine por voluntad propia qué es lo que quiere aprender y disfrutar a lo largo de su ciclo vital.
Ella, esa señora elegante con sabor a muerte, sostiene el comercio de armas. Si un conflicto termina o se debilita, se crea otro intencionadamente para garantizar el flujo de su venta. Los bibliotecarios trabajamos con documentos e información y no comerciamos absolutamente con nada porque la idea de transacción y beneficios económicos no es innata a la misión y los servicios que desarrollamos a diario.
He dejado de colocar los libros que llevaba conmigo. Me he acercado a ella, agachándome hasta estar a su altura. Por primera vez, no mira la página que tiene delante. Por el contrario, se fija en mí. Busco la manera de transmitirle que no haga caso a quienes promueven las luchas armadas con discursos incendiarios y bajo la justificación del progreso porque, precisamente, uno de sus objetivos es destruir edificios hasta reducirlos a escombros, nada que ver con las bibliotecas públicas, que refuerzan la idea de conservar y compartir una construcción que es la casa del pueblo.
Nadie se pierde en un centro cultural así ni aprende a robar en él ni traza fronteras para separarse de otros por cuestiones económicas, raciales, religiosas o étnicas. Aquí no hay acuerdos de paz ni armisticios ni rendiciones. Tampoco condecoraciones por asesinar a otros. Menos aún, civiles que gritan, corren y lloran, a merced de su suerte o de los daños colaterales.
Mira bien a tu alrededor. No existen jefes ni líderes ni mesías, sino el personal bibliotecario, que desarrolla su cometido de la mejor manera posible para atender las necesidades e inquietudes de la comunidad a la que presta su servicio, todo en aras del bienestar general.
Cuando seas mayor y tengas más uso de razón, comprenderás que son un refugio para quienes buscan respuestas a preguntas muy íntimas. Aunque no las encuentren, el calor y la seguridad de este edificio actúan de manera simbólica como si fuesen los brazos de un padre o madre, en los cuales perciben el consuelo y la quietud necesarios para aclarar sus ideas y tomar sus decisiones. A lo largo de mis años como trabajador, he comprobado cómo esas paredes cobijaban a mujeres que sufren violencia de género, tratando de reconducir el peso atroz de la desconfianza y el dolor al que se han visto sometidas. De igual modo, que los autistas interactúan de una forma más abierta en este ambiente tranquilo, donde navegan en la calma.
Mientras pensaba todo esto y sin llegar a expresárselo, la niña se levantó del suelo. Dio unos pasos hasta situarnos cara a cara. Entonces, me puso la palma de su mano derecha sobre mi mejilla. Permanecimos en silencio. En su rostro pude leer el mensaje de que las bibliotecas públicas son espacios democráticos, de análisis, reflexión, intercambio de ideas y aprendizaje colectivo. Condensan el cosmos heterogéneo en el que vivimos, bajo la bandera del respeto y la equidad.
Cerré los ojos. Escuché un susurro. Una voz cálida me recordó que son una conquista social con carácter universal, aunque en muchos países todavía son una utopía. Es una oportunidad única que, generación tras generación, nos invita a ejercer nuestro derecho de libertad de opinión, reforzar y potenciar la autonomía informativa e incorporar los recursos necesarios para adaptarnos a las transformaciones globales.
También evocó que formamos parte de un mundo lleno de contradicciones y de una conflictividad que nunca tiene fin. Pero las sociedades son más fuertes y democráticas cuanto más libre es el acceso a la información y el conocimiento porque la educación en el miedo y el rechazo a lo distinto genera conflictos internos en quienes no aceptan la bandera de la diversidad.
Abrí los ojos. La niña ya no estaba. Miré a mi alrededor, pero no la encontré. El aire estaba impregnado de la presencia y el deseo de quien sabe que la biblioteca pública más grande está en el corazón de las buenas personas donde no existe el odio, sino la empatía.
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