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Entre Larra y Brecht

Rafael Alonso Solís

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En un artículo publicado estos días por Antonio Caño –que fuera director de El País durante uno de los períodos más conservadores de ese periódico– se hacía referencia a una cuestión crucial en el ejercicio del periodismo. Se trata de la delicada convivencia entre información y opinión, teniendo en cuenta que, aún siendo aspectos que se manifiestan a través de formas diferentes, resultan inseparables. La una no puede existir sin la otra, porque ambas son producto de la creación humana y están sujetas a la influencia de diversos componentes.

En los periódicos, tanto cuando se informa como cuando se opina, se opina y se informa a la vez, y quien toma la pluma tiene que elegir lo que dice y cómo lo dice, mientras que quien tiene el control editorial debe hacer lo mismo acerca de lo que alcanzará a los lectores. Se trata de un conflicto que incluye conceptos tan interrelacionados como la existencia de la verdad objetiva, la posición moral, el compromiso y la libertad de expresión, lo que constituye algo tan esencial como evanescente en la construcción de las sociedades democráticas.

En el artículo mencionado, Caño parecía debatir consigo mismo y su conciencia a propósito de la dimisión del director de opinión del New York Times, como consecuencia de la presión de la redacción, al haberse autorizado la publicación de un artículo del senador Tom Cotton donde se apoyaba el uso del ejército para frenar las protestas en la calle desencadenadas por la muerte del ciudadano negro George Floyd, estrangulado bajo la rodilla de un policía blanco. El antiguo director de El País alertaba frente a lo que consideraba el triunfo de «el activismo sobre el periodismo», como expresión de una amenaza creciente a la libertad de expresión, mientras que situaba a «la búsqueda de la verdad» como su único y verdadero compromiso.

El problema es que la verdad no está oculta en ningún arcón que pueda ser abierto con más o menos esfuerzo y habilidad, sino que, si acaso, puede que consista en un arcano inalcanzable que permita orientar la dirección de dicho esfuerzo. En su artículo, el mismo Caño acaba manifestando su pensamiento de forma sutil, no al poner sobre la mesa los diferentes elementos implicados en el conflicto –lo que incluye la posible posición de la mitad del pueblo norteamericano, el dilema entre subjetividad y objetividad, o la ubicación moral e irremediablemente ideológica del articulista y el editor–, sino al calificar a los componentes de la redacción del New York Times, opuestos a la publicación del artículo del senador republicano, como parte destacada de “las hordas que imponen su causa, por justa que sea, sobre la libertad de expresión”.

Puede que este sea el punto crucial del debate. Bertolt Brecht abordó el tema en su famoso ensayo sobre las Cinco dificultades para escribir la verdad, sugiriendo cinco vías para conseguirlo: valor para hacerlo, perspicacia para reconocerla, arte para manejarla como arma, criterio para identificar a quiénes se ofrece, y astucia para propagarla. Evidentemente, esté donde esté esa elusiva verdad, es particularmente relevante quién decide la línea editorial del medio y, en consecuencia, autoriza o no la publicación o la difusión de opiniones diversas. La situación actual de la mayoría, si no todas, las tertulias televisivas, constituye un ejemplo esclarecedor. Por otra parte, un elemento crucial de la discusión incluiría a qué componentes pueden definir la moralidad de los contenidos, teniendo en cuenta que no existe ningún órgano salomónico capaz de dirimirlo, con lo que, al final, tendrá que ser el resultado de un equilibrio entre la honestidad, el oficio y el compromiso.

En cualquier caso, para quiénes reciben la opinión que se transmite –o la posición que está detrás de quien elabora la información– debería ser muy fácil diferenciar entre, por poner un ejemplo sencillo, Ramón Lobo o Eduardo Inda. En última instancia, hay que volver a Larra para recordar lo que escribió en algún momento de su tránsito hacia la desesperación, y que refleja con toda angustia, años antes que Brecht, el dilema al que se enfrenta quien manifiesta su opinión en los periódicos: “Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno ni siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés... son los que despojan o son los despojados?”

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