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Tiempo en las velas

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En una entrevista publicada recientemente, el oncólogo Juan Fueyo hacía tres afirmaciones con cierto contenido de esperanza, incluso aquella que dibuja el prólogo de un futuro que se lleva escribiendo con tozudez hace mucho tiempo. La primera, la más preocupante, avisaba de que el efecto de arrasar con la naturaleza más cercana reduce las distancias y facilita la transmisión de patógenos entre especies. La segunda que, a pesar de todo, al menos esta pandemia podría estar controlada en unos meses. La tercera enfatizaba algo habitualmente olvidado a uno y otro lado del taller donde se diseñan las sectas, y es que la separación entre ciencias y letras forma parte de la reiteración en una falacia interesada. Fueyo subrayaba esto último con una descripción rotunda y explícita, al recordar que el Universo está hecho de «átomos y cuentos, física e ideas, fuegos y artificios, hechos y metáforas». La invisibilidad de los virus o de las partículas elementales, por citar objetos con los que convivimos sin percatarnos de ello –al menos en lo que se refiere a su captación por el ojo humano sin ningún tipo de artilugio amplificador–, nos remite a la aceptación de que la existencia o inexistencia de las cosas no depende de la disponibilidad de un instrumento que las muestre de manera accesible a los sentidos y a las capacidades de los seres humanos. 

Cuando los números se ordenan y se asocian de la forma adecuada sirven para mostrarnos que hay procesos reversibles e irreversibles, que el Universo está en expansión –ya sea esta eterna o se repita cíclicamente–, o que la velocidad de la luz es una constante. Cuando extraemos las palabras del fondo de la chistera o las vemos emerger de la nada, son ellas quienes nos descubren que en el fondo del Maelstrom, en las oscuras profundidades visitadas por Poe o al otro lado de los espejos en los que Borges veía a los seres imaginarios, habitan sombras que sugieren presencias invisibles, fragmentos insignificantes que ni pesan ni emiten energía ni ocupan lugar en el espacio, lo cual no es una demostración inequívoca de que no estén allí. Ni siquiera quiere decir que carezcan de esas propiedades, ni de que se trate de cierto conocimiento inalcanzable por la ciencia o por el ejercicio del pensamiento mediante aproximaciones metodológicas diversas. Simplemente indica que aún no disponemos de los instrumentos y la luz que nos permitan detectar algún signo de su existencia. 

La presencia de tenues membranas que separan a las neuronas y establecen espacios de diálogo entre ellas requirió el uso de potentes microscopios y la aplicación de ingeniosas técnicas pictóricas. Las partículas elementales fueron inicialmente sombras de sospecha que comenzaron a intuirse a través de sus efectos y nos ayudaron a entender que todas estaban conectadas entre sí. El tiempo, por su parte, ha resultado ser algo tan etéreo e inaprensible que el abordaje de su estudio ha asustado a filósofos como Bergson o Heidegger o a físicos como Einstein. En unos casos, por considerarlo un material extremadamente complejo, a pesar de su levedad o quizá por ella; en otros, por verlo como algo demasiado alejado de los objetos susceptibles del análisis objetivo y de la observación experimental.

Sin embargo, el tiempo jamás ha causado temor a los poetas; si acaso angustia ante la sensación que provoca su irreparable transcurrir, el vértigo que se siente ante su paso. En la ciencia moderna, fue el ruso Illya Prigogine, premio Nobel de Química en 1977, quien se atrevió a transgredir las fronteras establecidas para separar a las dos culturas, construyendo una mirada luminosa a su condición creativa. Mientras que para algunas visiones de la física del siglo XX el tiempo es producto de la actividad de la conciencia humana, para Prigogine se trata del elemento conductor que permite o provoca la evolución del resto. Quién sabe si se trata de lo mismo, visto desde ángulos o tiempos diferentes, y que constituye el componente esencial del Universo, el que incorpora la irreversibilidad a los acontecimientos que suceden en ese escenario abismal y permite su aproximación al infinito. «Sauces del tiempo rotos», a los que Ángel Valente solicitó el olvido.

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