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'Leah'

Eduardo Serradilla Sanchis / Eduardo Serradilla Sanchis

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Su imagen representa un modelo de una España que llevan defendiendo, “a sangre y fuego”, buena parte de la sociedad de nuestro país, timoneada por las huestes del partido conservador, la conferencia Episcopal ?con su emisora radiofónica como altavoz oficial-, y todos aquellos que piensan que cualquier pasado siempre fue mejor. Para ellos, cualquier atisbo de cambio atenta contra las mismas bases de su rancia y retrógrada concepción de la sociedad y, como consecuencia, no dudan en utilizar cualquier argumento como arma arrojadiza.

En su afán por lograr conservar sus privilegios les vale tanto el dolor los seres humanos como la sangre vertida por los dementes sicarios de una banda terrorista. Resulta curioso que quienes combatieron a la república española en los años treinta, ahora se atrincheren bajo el lema de “No pasarán”, el cual lució a las puertas de la, ahora, ultraconservadora ciudad de Madrid. Imagino que pensarán que las buenas ideas, aunque vengan del bando de los “vencidos”, son para copiarlas. A fin y al cabo, el resto estamos equivocados y son ellos los que están ungidos de un conocimiento absoluto, sólo al alcance de las clases pudientes.

Lo que ocurre es que, después de pensarlo ?y contenerme las nauseas que me produce la mentada imagen de la “señora del megáfono”- decidí que era mejor dedicar estas páginas a asuntos más mundanos. Por lo menos me queda la satisfacción de ver que ahora los de su “clase” tienen que “mancharse las manos” y salir a la calle a hacer el trabajo sucio. ¡Qué vulgaridad! diría la remilgada de Susanita, creación del genial Quino.

A lo que iba. El tema principal de esta columna está dedicado a una niña llamada Leah. Leah es la protagonista de una pequeña, íntima, y ciertamente triste historia, publicada en el Friendly Neighborhood Spider-man Annual 1 (julio 2007), escrita por Peter Davis, dibujada por Collen Doran y coloreada por José Villarrubia.

En sus seis páginas conoceremos a la pequeña Leah, una de tantas niñas que viven en la calle, sin más cobijo que una caja de cartón tirada en un sucio callejón. Y aunque su existencia dista mucho de ser, lo que se dice, dichosa, Leah tiene una ilusión que la mantiene feliz. En este caso, su “ilusión” responde al nombre de Spiderman. Leah está perdidamente “enamorada” del personaje y colecciona todos los recortes de periódico en los que aparece la figura del vecino arácnido. Incluso la improvisada manta con la que trata de resguardarse del frío está “confeccionada” con imágenes del héroe.

El sueño con el Leah que ocupa buena parte de sus horas es aquel en el que Spiderman desciende de las alturas para tomarla de la mano y enseñarle la ciudad colgando de una telaraña. Un sueño que la llevaría a conocer la realidad que diariamente vive el trepamuros, en primera persona. Un sueño que la apartaría de la cruda realidad que ella debe soportar en su vida diaria.

Lo malo es que, como muchos sueños, los deseos de Leah no se llegarán a cumplir por las malas condiciones higiénicas y sanitarias con las que vive la niña. Y, a pesar de los intentos por parte del héroe por salvarla, la vida de Leah terminará por apagarse ante sus ojos. Lo único que le queda a Peter Parker por hacer es desearle a la niña Dulces, dulces sueños.

Leah es una historia tan dura como real, dado que plantea la realidad de uno de los millones de niños que viven en las calles de cualquier ciudad del globo. Su pequeño drama existencial forma parte del escenario habitual de nuestra sociedad y sólo reparamos en ellos cuando llegan fechas muy señaladas ?especialmente durante las navidades-. En esos momento todos tratamos de limpiar nuestra conciencia con alguna muestra de solidaridad y/ o caridad. Y en esos momentos, las caras sucias de millares de infantes pasan a ocupar las primeras páginas de los periódicos o las cabeceras de los informativos de televisión. Después, cada cual regresará a su lugar de origen, para desempeñar su rol habitual en nuestra sociedad.

En el plano editorial, Leah entronca con otra magnífica y dolorosa historia, protagonizada hace dos décadas también por Spiderman. En aquella ocasión, se trató de El niño que coleccionaba Spiderman, escrita por Roger Stern para el Amazing Spider-man 248. El niño de esta historia se llamaba Timothy Harrison, Tim, y su mayor afición, además del equipo de beisbol de los Metz y La guerra de las galaxias, era coleccionar recortes de prensa relacionados con Spiderman.

Su afición era tal que un reportero del Bugle decidió visitarlo y escribir sobre su querencia hacia el trepamuros. Por ello, y tras leer dicho artículo, Spiderman decide visitarle y conocer, de primera mano, a su fan número uno. Una vez allí, el héroe descubrirá que la pasión del joven le ha llevado a coleccionar, no sólo recortes de prensa, sino apariciones en televisión e incluso algún recuerdo de sus múltiples enfrentamientos con uno de tantos villanos que pueblan sus aventuras. Ante la insistencia de Tim, Spiderman le cuenta cómo adquirió sus poderes y quién se esconde detrás de la máscara. Para Tim aquello representa su mayor sueño hecho realidad, pero para el héroe son sólo un premio de consolación ante la verdadera realidad del niño.

Una vez Spiderman abandona la habitación de Tim se detiene ante los muros del edificio, un hospital infantil, llorando, porque sabe que el niño siempre guardará el secreto de su identidad civil. Tim está enfermo de leucemia y sólo le quedan unas pocas semanas de vida. Y lo paradójico del tema es que fue gracias al periódico de J.J.Jameson ?principal bastión en contra del trepamuros- que el héroe se enteró de la historia del pequeño Timothy Harrison.

Ambas historias demuestran la validez de los cómics para contar la realidad de nuestra sociedad, -a pesar de lo que muchos puedan decir en nuestro país- y de una forma tan válida como la televisión o los grandes medios impresos. Además, el recurrir a un personaje tan emblemático como Spiderman ayuda, enormemente, a que la difusión de este tipo de historias llegue a ser aún mayor, tanto entre los lectores habituales como entre los noveles.

El resultado final no puede ser más beneficioso, aunque todavía muchos se resistan a considerar el cómic como un vehículo apto para tratar este tipo de asuntos.

Me imagino que a la “señora del megáfono” los problemas de Leah o del pequeño Timothy Harrison se la “traen al pario”. Dentro de su mundo no hay sitio para dichas menudencias. Allá ella con su conciencia.

En mi caso particular, soy de los que piensan que, mientras queden Leahs tiradas en un sucio callejón, este mundo no funcionará como es debido y lo único que logrará arrancar de mí la acalorada “señora del megáfono” será mi desprecio, por su actitud y por lo que representa.

Eduardo Serradilla Sanchis

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