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El martes que no fue

Francisca González, durante la retransmisión de la erupción en La Palma.

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Hay martes y miércoles y semanas y años que nunca serán. En 2021 soñé con un martes que nunca sería. Era viernes, 17 de septiembre, y nos encontrábamos en el aeropuerto de Gran Canaria. Con dos tarjetas de embarque que señalaban destinos distintos y una diferencia de apenas una hora entre un vuelo y otro. Nos despedimos con un beso y con la certeza de los que creen que no puede pasar otra cosa que la que han agendado en la piel: “Nos vemos el martes”. Nunca hubo martes. 

Aterricé en La Palma a media tarde con un cuaderno lleno de notas, algunos teléfonos, y el nombre y la fecha de erupción de los últimos volcanes que habían perfilado la fisonomía de la isla. El Charco, 1712. San Juan, 1949. Teneguía, 1971. El siguiente martes habría otro escupiendo lava frente al objetivo de la cámara, cambiando el paisaje vital de centenares de personas.

A las 15.12 del domingo 19 de septiembre, en la explanada del monumento a la Virgen de Fátima, de espaldas a la colada del San Juan, intentaba memorizar el último directo antes del almuerzo, cuando el reportero Rubén Cano levantó el brazo. Señaló con el dedo un lugar por encima de mi hombro y exclamó: “¡El volcán!”. Me di la vuelta, incrédula. Ante mí, varias columnas de humo y fuego, que no eran ni lo uno ni lo otro, porque en un proceso eruptivo no hay combustión. 

Al otro lado de la pantalla, el recepcionista David Pérez, palmero, no atinaba a intuir cómo todo  aquello que los periodistas le estábamos contando se lo iba a poner un poco más difícil los siguientes meses. Se alojaba en los apartamentos Las Torres, en Tenerife, cerca del Hospital Universitario de Canarias, donde habían intervenido a su mujer para extirparle un tumor de mama. Entonces, embelesado como todos ante el vendaval volcánico, poco podía imaginar que los traslados para las sesiones de radioterapia en Tenerife tendrían que hacerlas en barco. 

A la misma hora, la vulcanóloga del Instituto Geográfico Nacional (IGN) Carmen López estaba ya sentada en el interior de un avión con destino a Canarias, cuando de repente oyó un murmullo que se extendió en segundos por toda la carlinga. “Ha estallado ya. Ha estallado ya”. Hija de los pintores realistas Antonio López y María Moreno, le iba a tocar capitanear, junto a María José Blanco, el fantástico equipo del IGN durante los siguientes meses.

Mientras el avión enfilaba la pista en Madrid, en la explanada del monumento a la Virgen de Fátima, en Las Manchas, Manuel, Félix y Jose contemplaban absortos el inicio de la erupción. Un arquitecto, un pedagogo y un físico que se desplazaron hasta allí creyendo que aquello no iba a pasar. Al menos, no ese día. Tampoco imaginaban que acabaríamos siendo amigos, y que vendrían  excursiones juntos y tardes de charla y tapeo en Casa Tey.    

Mientras los tres repetían que no podían estar viviendo aquello, Arsenio Brito miraba aterrorizado hacia el monte. Se encontraba con su mujer en su casa de toda la vida, próxima a las del resto de su familia. En Camino Pampillo, en Todoque. Un hogar con huerta, jardín y animales. Lo primero que se le cruzó por la cabeza es que la tierra le arrebataría aquello por lo que había luchado durante toda su vida. No solo él. También, sus padres y sus abuelos, emigrantes en Cuba. Después de ese domingo, vendría el último domingo. El siguiente. Cuando el volcán se lo llevó todo. Nueve días de sentimientos encontrados en los que sabía, que pasara lo que pasara, iba a perder. Si no era la suya, sería la vivienda de un amigo, de un vecino o de un conocido. Ahora vive a un kilómetro de la nueva carretera que une La Laguna y Las Norias, y que serpentea a 50 metros de su antigua casa, sepultada por la colada. 

A la hora en la que el monte dictó sentencia, Carlos Simón comía con su hermano pequeño y su madre en un restaurante de Los Llanos. El almuerzo acabó quedándose en la mesa, después de una llamada de su pareja. El volcán estalló a menos de un kilómetro del negocio familiar, el Bodegón Tamanca, abierto en 1981. Diez años después de la erupción del Teneguía. Pensó que lo iban a perder todo. Pasaron días hasta que pudieron entrar. Y dos años y tres meses hasta que pudieron reabrir. Durante ese tiempo, no despidieron a uno solo de los trabajadores que tenían en nómina. Lo que sí cubrió la lava, en el cementerio de Las Manchas, fue la lápida de su padre: Federico Simón Cruz, un hombre carismático y genial que había vivido el San Juan y el Teneguía. Conociéndolo, nos cuenta Carlos, seguro que diría: “Que me pase mil veces por encima a mí, si se salvan las viviendas de los vecinos y amigos. Después de muerto, ¡qué más me da!”.      

Cuando los camareros empezaron a servir la mesa de Carlos, Domingo Guerra, párroco de la Iglesia de la Sagrada Familia de Tajuya, oficiaba un entierro. La furia de un volcán no le era ajena. Había vivido dos.  El que lo marcaría para siempre, el de San Juan. Tenía entonces 7 años y dejó de ser un niño. Lloviendo ceniza, con el atardecer mudando en noche cerrada, sin visibilidad y lejos de casa, obedeció a su padre sin rechistar y agarró con toda su fuerza la cola de una de sus vacas. Aquella brújula bovina se abrió paso en la oscuridad y lo condujo hasta su hogar en Breña Alta.

72 años después, Domingo Guerra contempló en otro siglo y en otro lugar -desde el Mirador de Tajuya, en el que se levanta su parroquia- la misma furia. Decidió que el templo y sus instalaciones debían ser una casa, aunque fuera provisional, para periodistas y científicos, pero también para vecinos y turistas, creyentes o no. La Iglesia, construida un año después de la erupción del Teneguía, se transformó en un faro en medio de la noche. Permaneció abierta, como una mano tendida, hasta incluso después de que los periodistas anunciáramos en los Telediarios del 25 de diciembre: “Se acabó”.  

¡No nos olvidemos de La Palma! ¡No nos olvidemos de sus nombres!

Aprendamos de los martes y los miércoles y las semanas y los años que nunca serán. 

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