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La mayor ilusión

14 de diciembre de 2023 16:58 h

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Las falsas esperanzas de la vida. El más allá. La vida eterna. El cielo y el infierno. Incluso el purgatorio. Todas las construcciones ideológicas religiosas. Y la Navidad como reina de las reinas. Se alza rígida y potente, amparada en la trampa del calendario que la refugia, del calendario que cambia sin cambiar. Remueve espíritus, alimenta templanzas, oculta fiebres y pervierte milagros. Cargada de regalos, su reinado se prolonga hasta el inicio de los fríos invernales, los de verdad y los que se suponen. Cuando eres niño, no te das cuenta de que es como tener el pelo cano. La experiencia suprime ingenuidades. En esta tierra extraña, repleta de cerdos, matarifes, sacristías y soldados, inicia su periplo con bombos, sin platillos, niños y niñas cantarines, y damnificados de la mente en el patio de butacas de un teatro tan real que está repleto de mentiras. Una bufonada más que nos define. ¿Nos define? Más bien atrasa nuestro insomnio. Dos días después nos visitaremos a nosotros mismos en comidas y cenas varias (me encanta San Esteban). Atracones y desguaces de economías caseras, qué despropósito. Sin embargo se mueve e ilusiona, más que nunca. Nadie se escapa a la seducción de la ausencia de miseria aunque sea efímera, aunque sea mentira. Por eso en un tren, en un avión, casi en un barco, se escuchan músicas que recuerdan la lactancia, el más bello periodo de nuestras vidas, y eso sin haber leído a Freud. En una sala de espera importante de un transporte público inmanente, tomaban un aperitivo Jorge Semprún, Jordi Solé Tura y Carme Chacón. Buscaba yo el común denominador del encuentro y todo me sonaba a desconsuelo: ya no están. Jordi ha sido la aportación más anónima, y una de las más importantes, a nuestro incipiente sistema político, democrático a pesar suyo. Estuvo y se fue como era, como apostó en la vida, con discreción, estilo y sentido. Observé que templaba el cava con la mirada y la sonrisa, se notaba la panadería de su infancia y esas raíces del Vallés que jamás se pierden. Carme prefería el chocolate aun sabiendo que no le sentaba bien. Aquel día fue la primera. Saludó a aquí y a allá. Se sentó muy cerca y me dio la espalda. Engañaba con una aparente perfidia que no tenía nada que ver con ella, buscaba la bondad y quería penetrar en el instante: tenía poco tiempo. Jorge siempre fue el mejor, desde la casa familiar en la calle Alfonso XI, muy cerca del Retiro. Había en su mirada de infante un gesto que podía anticipar los tiempos inmediatos, crudos y horrendos, y algunos más lejanos por venir, también en la esperanza y con ilusión, pero todo dicho y escrito en francés. Hasta que un día Felipe le llamó para ser ministro de cultura. Sus regresos a España habían sido hasta entonces casi todos como clandestino, aquel tumultuoso Federico Sánchez que no sabía quién era Diestéfano, o el ganador del premio planeta al que despreciaban por francés. Era muy elegante y así se presentó aquel día, en la sala para personas importantes del la terminal del 92 del aeropuerto de Barcelona, la sala del Puente Aéreo/Pont Aeri Barcelona/Madrid en el que algunos hemos dejado un cuarto de vida, al menos. Jorge estaba orgulloso de su etapa en el gobierno, no dejó a nadie indiferente como le solía ocurrir en cualquier parte donde estuviera. Han pasado cien años desde que lo nacieron en Madrid, poco se han acordado, la tele pública y un retazo en el periódico El País. Escribió unas memorias últimas preñadas de literatura de gran estilo y mejor prosodia. Solo Caro Baroja había llegado a tales cimas en nuestra lengua.

Semprún me observó, y dijo: “Ignorants pour la science, roués pour le confort; la crevaison pour le monde qui va. C´est la vrai marche. En avant, route!”. Y volamos a Madrid alzados sobre un verso de Rimbaud.

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