¿Miedo al conocimiento científico o miedo al conocimiento? (I)

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Tanto el mandato de Donald Trump como su campaña han estado marcados por un duro enfrentamiento con la ciencia, en una suerte de cruzada religiosa más propia de tiempos profundamente oscuros de la Humanidad. En lo que se refiere a sus posiciones en la gestión de la pandemia, habría que remontarse a las primeras descripciones de las enfermedades que afectaban a toda una comunidad, como las pestilencias que asolaron Occidente durante siglos, para encontrar aproximaciones políticas o religiosas con profundas raíces en los escenarios míticos. En su liderazgo negacionista, Trump no ha tenido reparo en denostar el conocimiento científico, rechazando cualquier atisbo racional en la interpretación de la realidad, negando desde la letalidad de la COVID19 a la amenaza del cambio climático y amenazando a la comunidad científica. Resulta significativa la similitud entre la propuesta de Steve Bannon –estratega utilizado por Trump, que fuera posteriormente despedido– y el protocolo estándar de la Reina de Corazones –«¡que le corten la cabeza!»– de Alicia en el país de las maravillas. Lo más inquietante es que la aventura política del magnate de la construcción no constituye un hecho aislado, ni su gestión es solo una muestra de una actitud extravagante, sino la punta de un iceberg que se manifiesta cíclicamente, y no solo desde posiciones ideológicas de la derecha más casposa –Trump, Abascal o Bolsonaro­–, sino que también se manifiesta en ciertas posiciones de sectores progresistas desde el lado de la crítica cultural y la filosofía e historia de la ciencia, en las que puede detectarse una especie de rechazo, cuando no un ambiguo cuestionamiento del conocimiento científico en su sentido más amplio, en un ejercicio, consciente o inconsciente, de establecer divisiones injustificadas en el corazón de la cultura. Lo cual, por otra parte, no cabe duda de que tiene justificaciones y, en cualquier caso, constituye una oportunidad para avanzar en una consideración adecuada y adaptada a los problemas actuales, no más complejos que los de cualquier época, pero para los cuales la especie humana debería disponer de mecanismos capaces de solventarlos o, al menos, de minimizarlos, de una forma que alcance a la totalidad de sus componentes, y no solo a quienes puedan pagarlos.

En realidad, no es extraño, incluso en el tecnológicamente avanzado mundo actual, que la confusión que se extiende entre la población debido a la incertidumbre provocada por la expansión viral contribuya, al mismo tiempo, a generar desconfianza hacia quienes gestionan la pandemia en cada caso y quienes les asesoran. Tampoco que la fragilidad de las propias estructuras sociopolíticas y la escasa vocación por la cooperación entre individuos y grupos aumente dicha incertidumbre. En el fondo, no es una sensación muy distinta a la que sintiera Petrarca durante la peste que asolara Europa a mediados del siglo XIV, y que provocó la muerte de su platónicamente amada Laura. En medio de su desconcierto ante la impotencia de la medicina o la vacuidad de los filósofos, en una carta dirigida a Boccacio escribió: «...si la mitad de mil hombres de la misma edad, similar constitución e idéntica dieta, cayeran todos víctimas de la misma enfermedad al mismo tiempo, y la mitad siguiera las prescripciones de los doctores, mientras la otra mitad se guiara por su natural instinto y sentido común sin doctores, no tengo dudas de que el segundo grupo estaría mejor...». 

Los choques culturales, en cualquier caso, no son nuevos. Es posible que, de forma explícita, el enfrentamiento entre «las dos culturas» se expresase con cierta repercusión en la crítica literaria y en escenarios académicos a partir de la conferencia impartida por Charles P. Snow en 1957, al exponer el desacuerdo entre «los científicos naturales» y «los intelectuales literarios». Desde su pertenencia a tribus diferentes –siendo científico de formación, había ejercido de viceministro de Tecnología en el Reino Unido y era, por entonces, un novelista de éxito–, Snow, en su presentación, pareció otorgar una cierta superioridad moral a la ciencia, considerando a los humanistas como opuestos o resistentes a la revolución científica. Ello provocó la agria respuesta de Frank R. Leavis, prestigioso profesor y crítico literario de la Universidad de Cambridge, desde una posición radicalmente opuesta y de una forma que ha sido calificada de panfletaria por un escritor actual como Vargas Llosa, mostrando un enfrentamiento que aún permanece vigente.

En un formato menos popular, pero más sutil, Alan D. Sokal –matemático y físico teórico norteamericano– publicó en 1996 un extenso artículo en una prestigiosa revista posmoderna, que ha pasado a ser un ejemplo de lo que se denominó «la guerra de las ciencias». Seleccionando algunos hitos destacados de la nueva física, Sokal enfatizó las implicaciones sociológicas y culturales de conceptos como el principio de incertidumbre, la complementariedad, o la discontinuidad del mundo material, criticando el desprecio de sus colegas –los físicos teóricos– hacia las aportaciones de la crítica cultural, por considerarlo «un reflejo de las ideologías dominantes y las relaciones de poder de la cultura que las había producido». La realidad objetiva no existía, disuelta como azucarillo, y su concepto habría sido abolido por la ciencia posmoderna, puesto que ni la lógica, ni la biología, ni la física eran independientes de la construcción social, lo que hacía necesarias unas nuevas matemáticas «liberadoras». La parodia se desveló meses después a través de un segundo artículo en una revista diferente. En tono de arrepentimiento, Sokal confesó que había manejado ciertos conceptos físicos y matemáticos de forma que prácticamente ningún científico de esos campos habría considerado seriamente, especulando con las implicaciones ideológicas y sociales de la gravedad cuántica, o exponiendo la equivalencia entre el concepto de igualdad en el feminismo y las matemáticas. Aún así, en su segundo artículo Sokal quiso dejar claro que en modo alguno rechazaba los estudios sobre la ciencia desde el ámbito de la filosofía, la historia o la sociología, reconociendo la necesidad de que tanto el desarrollo como el contenido del conocimiento científico se sometan a análisis rigurosos por parte de las ciencias sociales, especialmente en lo que se refiere a las consecuencias potenciales de sus hallazgos, su papel en el debate público y sus implicaciones políticas.

En cualquier caso, la broma de Sokal era una respuesta a las posiciones más excesivas del posmodernismo constructivista, con Bruno Latour a la cabeza, al sostener que lo único que la investigación científica puede extraer de su análisis de la naturaleza no es otra cosa que aquello que, previamente, ha incorporado a su marco cultural, puesto que procede directamente de la ideología de quien investiga. Una posición que combinaba en parte el postureo de salón con una moda de una élite académica de la época, al tiempo que mostraba la desconfianza mutua entre el conocimiento científico y el humanístico –una distinción tan maniquea como inútil–. Sin embargo, cuando parecía que la supuesta guerra de las ciencias habría amainado o, al menos, reducido su agresividad, alguno de sus fantasmas parece haber salido de nuevo de las sombras, aprovechando el actual estado de inquietud sanitaria y la indiscutible debilidad del sistema, tanto a nivel de la salud individual como de la que afecta a la totalidad de la naturaleza, y la sospecha, justificada o no, de que la investigación científica pueda estar afectada en exceso por los efectos colaterales del neoliberalismo. 

En consecuencia, la profunda división creada en Estados Unidos por la política incendiaria del magnate y figura del show business de barraca, puede reflejar algo más profundo y global, capaz de extenderse de forma también endémica por el planeta, que estaría relacionado con cierta decepción ante la incapacidad de los avances científicos y tecnológicos para revertir las desigualdades, impedir el hambre y la marginación de grandes capas de la sociedad, evitar el deterioro del medioambiente y revertir el cambio climático. Como contrapartida, también ofrecer una oportunidad para la reflexión y el avance. Ante el reto biomédico y la tragedia social desatada, grupos de investigadores biomédicos han publicado análisis acerca de las lecciones aprendidas, con objeto de identificar los errores cometidos en la gestión administrativa, sanitaria y social de la pandemia, y de promover una interacción más eficaz y transparente entre el conocimiento científico y la gestión pública de las emergencias sanitarias. Seguramente con la misma intención, filósofos de la ciencia, politólogos y columnistas cristianos como Juan Manuel de Prada –«progresista en lo social y reaccionario en lo moral», como se ha definido–, han criticado con mayor o menor contundencia estos puntos de vista, dando la sensación de que la vieja brecha entre las dos culturas sigue abierta, y puede que se haya agrandado. Por su parte, periodistas especializados en la información científica y con formación en ambas orillas, han llamado la atención sobre la necesidad de afrontar tanto el papel de la ciencia, incluidas las sociales, como el desarrollo de una nueva visión acerca de sus retos y una diferente relación con la política. Tal vez sea la ocasión para intentar que la «guerra de las ciencias» no sea tal, sino un encuentro a través de debates y propuestas capaces de integrar armoniosamente la posición de Snow con la de Leavis, o la de Sokal con la de Latour, como desde el lado de la filosofía de la ciencia ha intentado Philip Kitcher, como plantearon Ilya Prigogine e Isabel Stengers desde un maridaje productivo en La nueva alianza, o como en España expresó Jorge Wagensberg en muchos escritos, reflexionando desde diferentes aspectos de la física teórica y través de una intensa actividad como ensayista y divulgador científico­. Incluso el mismo Latour ha admitido errores en sus planteamientos y ofrecido una especie de tregua.

Puede que, en lugar de poner otra vez a pelear a las banderas de las viejas culturas enfrentadas, como sucede en otros ámbitos, haya llegado el momento de abordar el diálogo pendiente, con humildad y sin prejuicios. Como el mismo Wagensberg señalara, no existe una única forma de conocimiento, y «ni siquiera se puede hacer ciencia solo con el método científico, porque el método sirve para tratar ideas, pero no tanto para captar ideas nuevas».

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