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Monarquía o República

Santiago Pérez

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Que la Monarquía se haya visto salpicada por el asunto “fundaciones off shore- manejos de Juan Carlos” en tiempos del coronavirus, podría tener un no sé qué de venganza del viejo republicanismo.

Pero no; porque el republicanismo español ha tenido siempre un contenido patriótico de honda raigambre popular, el de los mozos de cuerda a los que se veía el 2 de mayo de 1808 “correr a los lugares donde se combatía con los franceses”, “en contraste con las clases dirigentes, los que tenían algo que perder”, como refería Antonio Domínguez Ortiz, maestro de historiadores (España, tres milenios de historia). Por cosas como esas tantos españoles nos henos sentido tan identificados con los principios y sentimientos republicanos.

La disyuntiva Monarquía/República es de las que más han encarnizado los enfrentamientos entre españoles en los últimos siglos. Porque tras esa dicotomía llena de contenidos simbólicos, en realidad se discutía sobre el dilema despotismo- libertades y sobre las grandes desigualdades y la justicia social.

El alineamiento tradicional de la Monarquía española con el autoritarismo político y los intereses de las clases dominantes tuvo un último y determinante episodio en el aval de Alfonso XIII a la dictadura primorriverista. Y de ahí la efervescencia social que desembocó en la instauración de la Segunda República.

Pero el sistema político establecido por la Constitución de 1978, la del Estado democrático y social y la de la Monarquía parlamentaria, diluye en gran medida el dramatismo y la trascendencia de la disyuntiva entre monarquía y república como formas de gobierno.

Pérdida de dramatismo que se hace más evidente en un mundo en el que cada vez son más abundantes las repúblicas presidencialistas de rasgos cada vez más autoritarios y con gobernantes adictos a un darwinismo social próximo a la barbarie.

En nuestro sistema de gobierno, tanto en el ámbito estatal (monárquico) como en los autonómicos (republicano), el centro de gravedad se desplaza desde la Jefatura del Estado y desde la presidencia de las comunidades a autónomas al liderazgo político e institucional de las jefaturas de gobiernos parlamentarios, cuya legitimidad proviene periódicamente de unas elecciones formalmente parlamentarias pero políticamente presidencialistas.

Estos días ponen de manifiesto con todo dramatismo que el dilema ya no es Monarquía/República, sino Estado Liberal/Estado Social.

Son días en los que, sin el menor pudor, los más decididos defensores de minimizar la función redistributiva de los poderes públicos y la progresividad del sistema tributario reclaman a los gobiernos estatales, autonómicos y locales todas las medidas imaginables para afrontar la situación sanitaria y sus incalculables secuelas económicas y sociales.

Y a la vista está: hay tanto repúblicas como monarquías embargadas por el neoliberalismo conservador, como monarquías y repúblicas en las que sigue en vigor, aunque maltrecho por “esta” globalización y por los embates del neoconservadurismo, el Estado Social.

Y por eso, creo también que el debate Monarquía/República en la España nuestra de estos tiempos no se debe plantear ni en términos meramente conceptuales, ni ideológicos, ni sentimentales, sino en términos políticos e históricos, de historia reciente.

Y la historia reciente nos dice que la Monarquía parlamentaria, la democracia social y la autonomía y solidaridad entre los territorios ha sido la fórmula que permitió el acuerdo constitucional. Por eso está plasmado en el Título Preliminar de la Constitución, cuya reforma (por el procedimiento agravado del artículo 168) requiere tantas garantías porque sería tanto como poner en cuestión los acuerdos políticos primordiales en que descansa nuestra convivencia.

Dicho esto, sostengo que Felipe VI está bastante a la altura de su función constitucional, que es esencialmente simbólica, representativa y moderadora. Probablemente porque está mucho más ahormado personalmente -y educado para su oficio- por la Reina Sofía que por Juan Carlos.

Y que estos días ha tratado de poner a la Corona al socaire de los trapicheos de su progenitor, ebrio de impunidad durante tantos años.

A mí me parece evidente que los gestos de mayo pasado -más simbólicos que de valor jurídico- debió anunciarlos entonces y no ahora; porque a muchos españoles y españolas , como a mí, nos quedará la duda de que nunca se habrían conocido si, ahora o en el futuro, no se hubieran hecho públicas las andanzas del Rey emérito.

Es como si se hubiera puesto una vacuna solo para el caso de que trascendieran a la opinión pública las comisiones, regalos y evasiones fiscales del viejo monarca. Y si no, nunca se hubieran dado a conocer ni el gesto de renunciar a la herencia de su padre (jurídicamente irrelevante antes del fallecimiento del testador) ni el de cortarle la asignación económica con cargo al Presupuesto, lo que -a la vista de los “negocios” en que ha estado metido- tiene también un carácter simbólico.

Por eso, el camino aconsejable y el debate que debería abrirse aquí y ahora no es otra vez el de Monarquía o República, sino el de perfeccionar nuestra forma de gobierno acabando con la patente de corso del jefe del Estado.

Porque podría permitir un nuevo consenso, al mejorar la regulación constitucional de la monarquía haciéndola aún más “republicana”. Y sería el mejor servicio que podríamos todos hacer a la Constitución. Y, los monárquicos, a la continuidad de la Corona.

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