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La pandemia y el monje Guillermo

Rafael Inglott Domínguez

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Los admiradores de El nombre de la rosa, por poco que hayan mirado en la trastienda, sabrán que Umberto Eco preparó a conciencia su novela. Y que cambió algunos planes. El principal protagonista no iba a ser un monje de ficción, Guillermo de Baskerville, sino su alter ego en la realidad: Guillermo de Occam u Ockham, el filósofo franciscano que murió casi seguramente por la peste negra. Lo que pasa del uno al otro es el principio de parsimonia: ambos toman la distancia justa para ordenar mentalmente unos tiempos oscuros, embarullados por la superstición y el caos.

“No hay que buscar más razones a lo que puede entenderse con menos”, dejó dicho el de Ockham. La aparente sencillez de ese principio, conocido también como navaja de Ockham, puso contra las cuerdas a los platónicos de su tiempo. No es que Guillermo los cogiera desprevenidos, pues en la Física de Aristóteles (1, IV) viene a decirse lo mismo. Y Alejandro Magno hizo valer de forma tajante (es decir, espada en mano) una idea bastante aproximada. Si la cuestión es deshacer el nudo gordiano, ¿de qué sirve aturullarse con sus entresijos? Baste saber lo esencial: que está hecho de una sola cuerda. La historia del nudo gordiano es un “arreglo a medida” de los cronistas, de eso no hay duda, pero ahí precisamente reside su virtud. Cada leyenda que perdura esconde una idea no menos perdurable.

Aprendí en los primeros 70, gracias a la influencia de mi maestro Luis González, que los problemas de salud deben tratarse allí donde surgen. Y que por eso los recursos sanitarios deben ir siempre a donde está la gente. Aquel magisterio fue muy fecundo: al menos en el ámbito de la salud mental, muchos profesionales de distintas disciplinas tomamos como norte la atención comunitaria. También los pacientes y sus familiares llegaron a asumirla y defenderla. De este modo fue abriéndose camino, entre vientos no siempre favorables, la reforma psiquiátrica en Canarias.

A nuestra sanidad le han pasado en ese tiempo muchas cosas, unas buenas y otras no tanto. Me inclino a enmarcar las primeras entre dos fechas: la Conferencia de Alma-Ata (septiembre de 1978) y la de Astaná (octubre de 2018). Una y otra culminaron en sendas declaraciones, que en contextos temporales diferentes delineaban un mismo propósito: promover la atención primaria de salud (APS), situando el eje de la atención donde debe estar. En la comunidad, no en el hospital.

El espíritu de esos acuerdos parece haber tomado cuerpo en las instituciones españolas. A diferencia de otros países europeos, nuestra APS está sólidamente sectorizada, sus profesionales cuentan con formación bien reglada y se integran a todos los efectos en el sistema público.

Sabemos que otros datos no hablan tan bien de nuestra sanidad: saturación de las consultas, funciones preventivas y proactivas muy marginales, servicios de urgencia colapsados, listas de espera inasumibles... Pero los gobernantes esquivan sin mayor sonrojo esas evidencias. El ministerio de Sanidad tergiversaba hace poco los resultados del Índice Global de Competitividad del WEF, interpretando que tenemos “la mejor sanidad del mundo”. Una agencia de fact-checking (Newtral, 13 de febrero pasado) puso las cosas en su sitio.

Pero hubo de venir la pandemia para ubicarnos del todo. Una letalidad en torno al 9,5%, se lea como se lea, es demasiado alta para un sistema presuntamente modélico. De acuerdo, otros países más ricos van camino de índices peores. Pero como excusa eso no vale, pues disponemos de un patrón oro: Alemania, con numerosos casos detectados, mantiene un 4,7% de letalidad. ¿Cómo se entiende tanta distancia, si la legislación no es allí tan puntera? ¿Es solo una cuestión de fortaleza económica?

Los observadores del caso alemán coinciden en destacar un hecho: aunque la tasa de contagios es casi 40 veces mayor que la de China y el aislamiento colectivo mucho menos radical, el virus no ha hecho llegar muchos casos a los hospitales. Circularon hipótesis diversas para explicar estos datos, pero la navaja de Ockham destapó lo evidente: una mayoría de casos era diagnosticada y tratada precozmente en los domicilios, reduciéndose de ese modo los agravamientos. Con una APS todavía en desarrollo, Alemania supo volcar todo el esfuerzo en la dirección correcta: desde el entorno institucional hacia el comunitario, no al revés. Por eso ha sido más eficiente.

El futuro de nuestra sanidad requiere una serena reflexión colectiva, ahora más que nunca. Pero el clima parlamentario hace temer discusiones broncas, abigarradas y bizantinas. Puedo imaginar a Guillermo de Ockham -estupefacto, sin duda- asistiendo en lo alto de la tribuna a esos debates. Imagino también lo que haría: mesarse los cabellos y echar un vistazo al gasto sanitario.

¿Por qué no revisarlo con él? Demos por sabido y subrayado lo principal -que ese gasto es inferior a la media europea- y pasemos a comparar magnitudes específicas. Entre 2013 y 2017, el gasto total consolidado en atención primaria creció ocho veces menos que el de los hospitales y apenas llegó al 14,2% del gasto global. Peores aún fueron las cifras para la salud pública, cuyo gasto total no rebasó el 1,1%. Lo revisable aquí no es el volumen del gasto hospitalario (que damos por ajustado, naturalmente) sino la congruencia interna y la eficiencia de la dinámica global. Sabemos, por ejemplo, que una parte significativa de nuestras costosísimas camas hospitalarias se mantiene ocupada por una sola razón: la ausencia de recursos adecuados -y desde luego menos costosos- en la comunidad. Surgen por tanto muchas dudas sobre la planificación y la gestión del gasto sanitario en su conjunto. Pero no es cuestión de perderse en tecnicismos, sino de escuchar al monje Guillermo y cuestionarnos lo esencial. A eso voy.

¿En qué medida ahorra sufrimiento humano un reparto que minimiza la atención en la comunidad, sustrae tiempo y sosiego a la elucidación clínica frente al paciente, fuerza los errores, la multiplicación de pruebas y la polifarmacia, dificulta el diagnóstico precoz, limita las funciones de prevención y sobrecarga de modo improcedente los servicios hospitalarios?

¿Cuántas vidas humanas podría salvar, con las lecciones de la pandemia bien aprendidas, una vigilancia de la salud correctamente ubicada en la comunidad?

Si la atención ha de centrarse en el paciente y enmarcarse en su propio entorno, ¿por qué los vientos soplan con fuerza creciente hacia el hospital?

En su comparecencia del pasado 18 de marzo, el presidente Sánchez anunció que volvería a evaluarse nuestro sistema de salud. Habló de una comisión ad hoc. Al oírlo me vinieron a la memoria los problemas detectados por la Comisión Abril Martorell, hace nada menos que 29 años: desproporción de gasto entre el sector hospitalario y la atención primaria, consumo excesivo de pruebas y fármacos, irrelevancia de la prevención y la salud pública, ¿verdad que nos suena?

Pero seamos optimistas. Esperemos que este nuevo viaje valga la pena y que nadie se deje atrás la navaja de Ockham. Todo lo fundamental sigue a la vista y ya no es tiempo de andarse por las ramas.

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