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Petardos, peligros y consecuencias

Rafael Lutzardo / Rafael Lutzardo

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Recogiendo la opinión de un articulista, José García Ramón; apoyándose en H. Balzac, donde dice que “el silencio es una de las formas del infinito”, tal vez por ello hemos perdido oído. Antes se podía percibir el latido del corazón de un mirlo como preludio a su cantar, ahora ni siquiera somos capaces de oír el bárbaro y grosero rugir de las motos dictadoras, de los coches, camiones y autobuses mal educados, pues, sordos de remate, necesitamos ensordecernos aun más con los brutos decibelios de unos ritmos amplificados que unidos al rugir de los motores libertinos polucionan el ambiente ya desgastado de la calle. Nuestra sociedad ha perdido la sensibilidad de una parte vital de su oído: el umbral donde se perciben las comas de la sonoridad más sublime y que nuestros antepasados oían.

Ya nuestro oído, a pesar de los aparentes refinamientos de las puestas en escena de la música, es rudo. Los pianísimos se han extinguido. El aire de las cafeterías nos aturde, pues no podemos hablar sin alzar la voz. La calle es insoportable, y en casa, para no oír ruidos molestos, gracias a los óptimos aislamientos de nuestros constructores, tenemos que poner la televisión. Nuestro pabellón-radar ha quedado anulado, pues se ha endurecido la membrana de la cámara auditiva. No vibra, no se estremece con las caricias insignificantes, sólo siente el zarpazo de la maza del bruto gong. Le han salido escamas. Con frecuencia la fiesta echa sus raíces despiadadamente en el negocio y en el egoísmo y no quiere saber nada de otros valores que tanto atañen a una tierra que va en pos de su ruina porque prefiere el bienestar a toda costa que un bienestar mesurado y cuidadoso con nuestros recursos y bienes naturales. La calle tiene sus derechos y se le niega a la sombra del más fuerte, del que es capaz de suplantar, embestir, gritar, empujar, amenazar. Sus reivindicaciones son acalladas con los eructos de los petardos. Mecheros, mechas y pólvora circulan por las calles y plazas persiguiendo al temeroso silencio que huye despavorido en busca de un lugar donde subsistir.

Aceptamos que el silencio es solamente una aspiración de una parte muy pequeña de la sociedad y que como minoría tiene el gran derecho de aguantarse, gracias, muchas gracias, pero no debemos perder de vista un aspecto: el peligro de estos petardos en manos de gente desaprensiva y poco responsable, pues son arrojados a niños y ancianos; son colocados en asientos, ventanas, coches en circulación, con el consiguiente volantazo, en las papeleras y registros de luz y telefonía, y se les tira a los animales callejeros. Un paquete de petardos encierra un peligro no sólo para quien lo almacena, sino también para quien lo manipula. ¿Somos conscientes de ello? El petardo debe ser vigilado y se le ha de aplicar una ordenanza adecuada, como ocurre con el alcohol, entre otras razones porque espanta la alegría de unas fiestas, asusta, es desagradable para mucha gente y puede provocar desgracias, como ya ha sucedido. Esos ruidos más que de fiesta son de aguafiestas y van a dar contra las doloridas paredes de muchos corazones que desean tranquilidad.

¿No se podría habilitar un lugar debidamente preparado para explotar petardos y de esa manera conseguir la sordera sin molestar a los demás? La sordera de unos no debe ser argumento para ensordecer a otros. Ahora me explico cómo en los debates públicos no se oyen ni se entienden los intervinientes: para entender es necesario oír. Somos bastantes los que deseamos vivir estas fiestas tan entrañables en un ambiente de paz, sosiego y silencio: valores que gozan de gran estima en países de alto nivel de exigencia. La sociedad debe recuperar el oído. Los que matan el silencio necesitan ordenanzas y nosotros paciencia. Esperamos que pronto llegue el día en que el ruido les haga daño en el tímpano y comprendan la hermosura de la compañía del silencio: una manera de vivir y ser delicados con los demás. Uno vive en esa esperanza. Ojalá muy pronto podamos decir con aquel escritor que el silencio es una felicidad a la que sucumbimos siempre. Y no le falta razón al buen articulista. Sin duda, vivimos en una sociedad convulsionada por el materialismo, capitalismo y consumismo, donde todo vale sin importar que otros como nosotros, los tinerfeños, también tenemos derechos a la intimidad familiar y al descanso. Espero y confío en que la delegación del Gobierno de Canarias de una vez por todas se ponga manos a la obra y pueda controlar más de cerca la venta de estos petardos incontrolados y peligrosos. Incluso, algunos lo aprovechan para utilizarlos como barrenos contra la pesca ilegal.

Rafael Lutzardo

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