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Los pinchos de la identidad

Ana Tristán

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En esta, nuestra sociedad del espectáculo, en este Imperio del Facebook, la exposición de nuestra intimidad a diestro, a siniestro y a gilipollas es condición casi inevitable para la sociabilidad.

Hay que andarse con botas de siete suelas para transitar seguros por cualquier berenjenal en que osemos adentrarnos. Cada vez que opinamos sobre algún tema “peliagudo” debemos armarnos hasta las trancas de corrección política, delicadeza y pluralidad.

Produciéndose así una paradoja que no puede sino fascinarme: para poder desarrollar cualquier idea “radical” las prevenciones a tomar pueden llevarnos a ejercer el puritanismo más caníbal para con nuestros propios pensamientos.

Ejemplo: si quiero dar mi opinión (ya sea humilde o vanidosa) sobre temas relacionados con género, sexualidad, política, justicia, religión, economía, alimentación o medio ambiente, más me vale tener cuidado con la sensibilidad mediática del momento y tratar de incluir la opinión de cuantas minorías conozco que pueblan esta polémica Tierra que me ha tocado vivir.

¿Exagero? Seguramente. ¿Soy una cínica? Depende del día. Como buena posmoderna picoteo ideologías, religiones y filosofías según el apetito. Me considero estoica, pre moderna, guanche, celta, pagana y mongola, de Mongolia. No se vaya alguien a ofender.

El caso, que me lío, es que apenas una semana antes de juntarles a ustedes estas letras, llevaba un tiempo completamente bloqueada. Incluso cuando escribía, lo hacía bloqueada. Trataba de dar voz a todas las voces que reconocía en mi cabeza y en las cabezas (se presupone que pensantes) de toda la Humanidad, y claro, aquello era un jolgorio.

Además de hablarme todas a un tiempo, muy babélico todo, había siempre alguien mirándome con ojos de juez desde dentro de mi cabeza. Detrás del juez de mi cerebro había un francotirador agazapado, dispuesto y preparado a atacar si ofendía, omitía o aludía erróneamente a alguna persona, animal o cosa que (puesto que no vive en mi cabeza) no se pudiera defender.

Este caleidoscopio interno, este debate de opinión en mi cerebro, en nada ayudaba a mi desarrollo creativo. Lo que hacía era llenarme de unas pretensiones que yo misma rechazaba y de un temor imaginario que yo (o sea, todas mis voces) construía.

Maldita orquesta silenciosa en mi cerebro, no me dejas trabajar.

Una idea me rozaba el córtex frontal y antes de anidar ya se piraba. En su lugar se quedaba la tertulia de catetos discordantes, el coro de defensores de la pureza, el inquisitivo reflejo de la opinión de los demás (con sus sensibilidades, ideologías y hábitos alimenticios).

Quién me iba a decir a mí que la petarda de la vanidad sería la pócima mágica que hiciera brotar la fuerza de mis palabras. Cómo saber que la banalidad sería el elemento reactor de la profundidad. Algo que me había costado tantos meses de trabajo interior se resumía en tres palabras: Váyanse al carajo.

¿No basta con el exceso de estímulos externos y la avalancha de informaciones que nos rodean para bloquear nuestra opinión? ¿Tengo encima que asumir la multitud de percepciones de todas y todos mis congéneres para poder expresar la mía propia?

No, señoras, señores y señoros. Yo me planto. Me calzo mi adarga del humor y arremeto contra molinos y gigantes para proseguir mi andadura por esta vasta llanura que me tocó transitar.

Diariamente nos vemos expuestos a sucesos externos que se viralizan y se introducen en las casas y cabezas de gran parte de la sociedad así como a cuestiones éticas que se baten en el interior de su zócalo moral.

En mi caso, aunque a algunos resulte cosa banal y a otros, cuestión de Estado, no sabía si escribir mis artículos en femenino o en neutro, ya que el neutro castellano equivale muchas veces al masculino. En este caso concreto ya habrán visto ustedes mi resolución, que lo suyo me ha costado: He decidido utilizar el “neutro” aunque esto me aleje de la revolución lingüística de la progresía. Yo hago mi revolución más con el contenido que con el continente.

Si ofendo a alguien al tener criterio propio, le ruego que se desofenda. Que haga un curso de desofenderse, me ignore, me bloquee o me critique, si lo desea, y se libere así del peso terrible de la libertad de expresión.

Es cosa de educación y buen gusto mostrar respeto hacia el prójimo, sea este minoritario o mayoritario, sobre todo si nuestras palabras gozan de repercusión social. Pero hay personas que asumen la representación de una idea como si fuera una víscera más de su organismo y ante cualquier opinión disidente con la suya, se inflaman y atacan.

Cuando me topo con cualquier persona o colectivo que asume la diferencia de mi opinión como si de un virus infeccioso se tratara, trato de entender que no es más que el efecto punzante de las identidades, tan débil de contenido que necesita cubrirse de pinchos para sobrevivir.

Critique usted mi sorna, si lo desea, mi pedantería y la gratuitad de mi opinión. Alabada sea toda crítica, pero si me quiere usted insultar lávese la boca con jabón o pida cita en Telecinco, con suerte podrá usted liberar sus tensiones y llevarse un bocadillo de jamón. Espero que no se le atragante.

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