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El negocio verde de la culpabilidad

Greta Thunberg

Ana Tristán

Desde que comenzó esta ola de puritanismo progresista, verde y feminista, una tiene que comportarse como en aquellas comidas familiares en las que venían el tío facha y el rojo a compartir la misma mesa, o como en esas cenas de navidad en las que mejor no hablar del temita del divorcio de la nieta delante de la tía Gertrudis. Con según qué adultos lo mejor es no hablar de política ni de temas susceptibles de provocar una escisión familiar por disociación histérica. Mejor guarde su ingenio, sus dudas, su humor y cállese, si no quiere ofender a cualquier persona de bien.

La gente está muy sensible con esto de la extinción y el fin del mundo, así como con las desigualdades de las mujeres y de las opresiones cis-hetero-patriarcales. No es para menos. Yo la entiendo, a la gente que se ofende y enfada por todas las causas, están tan asustados con esto del Armagedón inminente, el aumento de las temperaturas y la brecha salarial que reaccionan un poquito mal cuando se les embotan demasiado las emociones y no saben qué decir. Yo las entiendo de verdad. Es demasiado que procesar para una sola persona.

Pero desde esta columna he de admitir que me da un poco de rabia que se apropien de las causas loables y de los modos de defenderlas, la verdad. Como mujer y bípedo implume que también soy, tengo el mismo derecho a respirar CO2 durante el mayor tiempo posible que las personas que se enfadan mucho y ponen cara de preocupación todo el tiempo. En serio, yo tampoco quiero morir enterrada en plástico. Lo que pasa es que a veces me da por cuestionar el espectáculo que me orquestan los grandes lobbys para distraer mi atención. El dichoso tofu y la insípida quinoa se han cargado mucha más superficie amazónica que mi duda razonable. Mientras nos enfrentamos como gallines sin cabeza por las migajas de la razón la maquinaria del eterno beneficio sigue agujereando nuestra preciada capa de ozono.

¿Han escuchado hablar de Greta Thunberg? Es broma. Es una pregunta retórica. Hay evidencias abrumadoras de que no existe absolutamente nadie en el planeta que no haya escuchado su nombre en las últimas semanas. Es como la Rosalía de nuestra redención. El último hit de la industria verde, el nuevo rostro que cubrirá las carpetas de miles de adolescentes y también de algún mayor.

Hasta hace unos meses nadie sabía nada de la muchacha esta, salvo sus padres, sus profesores y los amigos del cole. Pero gracias a la labor de los medios de comunicación y otras personas que le financian viajes en velero y desayunos presidenciales, a día de hoy no existe humano en la tierra que no conozca a la susodicha. Digo la susodicha porque me he propuesto no pronunciar su nombre más de tres veces en esta columna. Tengo miedo a que me ocurra como en la película de Bitelchús. Las palabras tienen poderes y hay algunas, como la que no voy a nombrar, que encienden las pasiones más furibundas y levantan diques infranqueables en los contornos de la razón.

Si hasta hace unos meses era el tsunami del #Metoo el campo de batalla entre las personas que tenían razón y todas las demás, ahora el foco del activismo mainstream se ha desplazado a salvar el planeta y adorar sin fisuras a la-chica-que-no-voy-a- nombrar y todo su equipo técnico.

Ojo. Que yo de verdad también estoy en contra de que se extingan los pingüinos, los osos polares y nos muramos todos. De verdad, lo prometo. Que yo no tengo nada en contra de la muchacha esta, ni de ninguna muchacha que no conozco. Le deseo una infancia feliz, una buena educación y todo el equilibrio emocional del que sea capaz para gestionar este tsunami que la rodea.

Pero déjenme pensar e incluso decir en voz alta (pero no mucho por si alguien se enfada) que todo esto es muy raro. Que me parece que están utilizando a la chiquilla como a la grasa que hace funcionar la maquinaria televisiva, el espectáculo y la simulación. Que mientras la llevan de continente en continente apretando manos de presidentes, los mismos presidentes siguen sometidos a las mismas corporaciones que nos llevan a la extinción.

Estoy cansada del apocalipsis de los lunes, yo prefiero un apocalipsis más sosegado, mejor repartido durante la semana, o incluso el año. Piénsenlo, encima que no nos queda mucho tiempo de vida tal y como la conocemos, vamos a intentar organizarnos un poco mejor y jodernos un poquito menos.

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