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Siéntase culpable y acábese el arroz

Ana Tristán

No sé si sabrán que llevo inserta en la melanina de mi blancuzca piel y en el inconsciente de mi cerebrito colectivo toda una ristra de opresiones, de guerras con sus paces, de cruzadas, injusticias, genocidios, maltratos, y así. Ustedes también llevan encima toda esta fiesta. Húrguense un poco y lo verán. En sesenta kilos puede caber toda la historia del Universo. También arrastramos en nuestros gestos cotidianos la libertad, la igualdad, la diversidad y la democracia, aunque nos demos menos cuenta y se nos hayan venido a menos. Pues como todo lo que deseamos, se va alejando de nosotros apenas lo llegamos a rozar.

Somos como androides virtuales, al menos yo lo soy: un cuartito de máquina, otro de símbolos, una capita de memoria transmitida y una mijita de representación. Yo ya no sé ser yo sin las series por la noche, el Facebook me hace sentir menos sola, el teléfono móvil es una prótesis sin la que ya no sé vivir más de unas horas. Ya no me acuerdo de cuando era guanche, pero forma parte de mi recuerdo colectivo, de mi apego imaginario, del anclaje de mi identidad. Sea la que sea. Yo me siento más ruibarbo, tranquilota y colorá.

Debajo de la capa androidal que nos zarandea sin darnos cuenta, vamos adaptando nuestra personalidad al entorno flexible y global que nos vamos encontrando. Bajamos a por el pan (“- ¿Queda pan? – Sí - ¿Cuánto es? – Sesenta céntimos”), nos apuntamos a un taller de Escritura Creativa, después vamos a Crossfit, ignoramos a los de ACNUR que tratan de captarnos por las calles y vamos de cañas con quien sea que quiera venirse y mitigar el aburrimiento y la soledad.

Muchos de ustedes y yo, por el mero hecho de ser europeos y coloniales en lugar de ser un usted y un yo de otra cultura, llevamos clavada a las neuronas la cruz de la culpabilidad de un pasado de racismo, machismo e Inquisición. Y mucha contaminación, pero a este carro nos acabamos de subir. Si bien estamos ligados cromosómicamente a nuestro pasado, somos otra cosa, somos cosas vivas, como los pollos híper hormonados de los que habla Munir Hachemi.

Ya desde pequeña me costaba entender ese salto conceptual que ata el pasado y la vida misma a una teoría. Mi yo de seis años pensaba: “¿qué carajo tendrá que ver que me acabe el arroz con que dejen de morir niños de hambre? Digo yo que serán los gobiernos y la ONU los que deben sentirse culpables y no yo por no acabar este maldito plato”. Mi yo de ahora piensa: “¿qué carajo tendrá que ver pegar gritos por causas nobles y acusar a todo Cristo con actuar noblemente?”.

Ya desde pequeña, añurgada ante mi plato de arroz, recelaba del chantaje emocional de las buenas causas, de la mentira autocomplaciente cargada de culpabilidad. ¿Qué queréis? ¿Amargarme la infancia, como a la pobre Greta Tunberg?

Aunque ya no creamos mayoritariamente en la religión, sí que lo hacemos en infinidad de causas superiores por las que regimos nuestros actos y en las que buscamos el sentido de la vida y la redención. Cada pequeño montículo de ideología e identidad (feminismo, animalismo, ecologismo, cuestiones de género) genera su propia cosmovisión, sus propios ritos y creencias superiores. Cada sección del viejo Humanismo se ha departamentalizado, como la vida y la razón. Elija usted su bando.

Muchos de los salvadores del cosmos, el clima, los migrantes y las mujeres se dedican a añurgarnos el arroz y cada conversación con juicios culpabilizantes. Seguramente tampoco se acaben el plato y vivan las mismas contradicciones que vivimos todos. Pero su fe y su creencia les han dotado de la autoridad suficiente para acusarte con el dedo mientras se rebozan, como cerdos en el fango, en nuestra culpabilidad.

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