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Pobre España... la que nos viene encima

Carlos Castañosa

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Todavía duermo tranquilo a pesar de aquellos malos augurios de un presidente que no pudo, no supo y no quiso evitar la inclusión en su gobierno de una inquietante facción de la izquierda más extremada, con alto riesgo de trastornar el orden instituido. Algo que le quitaría el sueño. A él y, según él, al resto de ciudadanos.

No es mi caso; pues mi confianza blindada en la dignidad y fortaleza de este pueblo, me permite asegurar que superaremos con creces, una vez más, las adversidades de esta mortífera pandemia, abanicada por las asechanzas políticas que suelen poner a prueba nuestras capacidades morales e intelectuales.

Pero las pesadillas me invaden de día, bien despierto y en plenitud de facultades para captar la realidad, analizarla con sentido común y la máxima objetividad posible.

De momento, esto no mejora. La indignación e inquietud popular crecen ante cada nueva medida oficial, ocurrencia improvisada, o fútiles propuestas de un gobierno abstracto que trata de salir del lío en que nos ha metido una gestión deplorable. Es lo que pasa cuando se hacen mal las cosas desde un principio; luego es muy complicado rectificarlas y se tiene que recurrir a subterfugios, argumentos falaces e informaciones sesgadas, que tienen más de propaganda partidista que expresión de buen hacer; con ausencia de honradez y transparencia hacia una opinión pública escarmentada por tanta mentira. Es difícil creer que las cosas puedan hacerse tan mal sin querer.

Las intervenciones públicas de los representantes de todos los partidos, resultan indignantes y escandalosas sin apenas excepciones. Discursos oficiales plagados de consignas políticas, elusión de responsabilidades, insultos de ida y vuelta, con vergonzosa carencia de la sensibilidad humanitaria imprescindible para empatizar con la desgracia de tantas víctimas que podían haberse evitado.

Cuando ya todos estemos curados y a salvo de esta plaga casi bíblica, quizá inducida por voluntades adversativas, nos encontraremos ante el inevitable “lo peor está por venir”. Un escenario devastado por la tragedia y destrucción que no se supo, no se pudo o no se quiso prevenir con la eficacia debida ante una amenaza inminente. No interesó mirarla de frente, como el avestruz que esconde la cabeza en un agujero para simular que es un árbol y que los depredadores pasen de largo, pero no puede evitar que al felino de turno le dé por marcar territorio y le riegue patas y cuello con una generosa meada.

La múltiple vertiente en la agreste orografía del panorama que se avecina, con la errónea táctica evasiva de huir hacia adelante, tendrá múltiples laderas escabrosas y algún precipicio sin barandilla. Desde la perspectiva de una “nueva normalidad” nos acechan la precariedad económica, una inevitable crisis política, paro y agitación social, pobreza extrema, censuras y control de la información, vulnerabilidad sanitaria, cultura cercenada, conflictividad laboral, convivencia cívica extraña y atípica... Debacles todas solapadas con intensidad variable.

Como gravísima se presenta la crisis política generada por aberraciones operativas previas de consecuencias imprevisibles; que solo serán superadas por la madurez del pueblo adscrito a un sistema democrático como la mejor de las opciones disponibles; con el respaldo de la Constitución que acoge como argumento fundamental la Declaración Universal de Derechos Humanos, en un articulado de principios éticos y leyes de obligado cumplimiento.

Quienes deben lealtad a su compromiso de servicio al pueblo, no deberían conculcar derechos fundamentales por conveniencias ideológicas mediante la sibilina extracción de aquellos párrafos de la Carta Magna que interesan a fines subversivos; al tiempo que denigran instituciones y símbolos propios de un Estado de Derecho, a modo de antisistema incompatible con un falso concepto de progresía. Eslogan bajo el que se nos intenta regresar a un modelo político, social y económico, retrógrado y fracasado tras casi un siglo de telones de acero y muros que cayeron solos.

Es indigno y repugnante aprovechar la dolorosa pérdida de tantas vidas humanas para hacer campaña política, abonando con indeseable materia orgánica el potencial yacimiento de votos que se nutre de la pobreza extrema. La de los más desfavorecidos que ya no tengan nada que perder, porque lo hayan perdido todo a manos de unos desalmados dirigentes. Hábiles fulleros que aprovecharían encontrarse el trabajo hecho de captación en un campo de miseria previsible. Cuyo esfuerzo táctico consistiría en empobrecer al máximo para engrosar filas.

Reflexiones a vuelapluma escritas con la mano izquierda y sensibilidad del mismo lado, para rebatir radicalidades que, por las formas, pierden su espíritu genuino y merecen desconfianza en el receptor del mensaje. Gestos y ánimo destructivo de una contracultura barriobajera y ocultismo que no surten el efecto deseado. Antes bien, excitan extremismos opuestos que hace una década apenas existían como residuo.

Se inoculan consignas subversivas con fingida voz angelical, en un discurso de buenismo postizo que no impide que al menor descuido se frunza el ceño y asome el colmillo escondido tras la mascarilla de lana corderil.

El recelo popular se justifica y exalta ante hechos sospechosos de alto voltaje. Por ejemplo, la subrepticia incursión pirata de Dª Delcy Rodríguez, vicepresidenta de una república proscrita por la UE, que hizo escala prohibida en Barajas en connivencia con las autoridades españolas, con inmunidad absoluta y oscurantismo informativo total. En un Estado de Derecho, es inadmisible un disparate diplomático de tal calado y no informar a la ciudadanía con transparencia, sobre la veracidad de unos hechos turbios bajo fundadas sospechas, y evitar las invasivas fake news. Los secretos de estado no son excusa, como tampoco lo fueron en su día los fondos reservados de Luis Roldán.

A pesar de todos, también ahora la sociedad civil saldrá airosa y triunfante.

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