Espacio de opinión de Canarias Ahora
Ron, citaloprán y pasar página
Para qué engañarnos, somos adictos al drama, queridísimos seres ociosos y narcisistas. Somos adictos al drama hasta que demostremos lo contrario.
Día a día, desde que me libré del manto tiránico de la niñez, ya en plena edad adulta, me empeño en abatir cualquier indicio dramático en cuanto este asoma la cabeza por entre mis potenciales neurosis.
Este verano he vuelto a la casa familiar materna en un recóndito pueblo del norte de España, en mi adorada Galicia. Dicho regreso, casi desde que recuerdo, contiene importantes trazas de drama, discusiones y quistes emocionales. No sólo, desde luego, como casi toda familia cristiana rebosaba a partes iguales amor, bañadores y jovialidad.
En esta ocasión, los miembros nonagenarios ya no están entre nosotros, por los pasillos ya no corretean infantes y los recuerdos de la casa familiar se amontonan en cajas en los armarios.
La segunda y tercera generación nos reencontramos en verano, deshaciendo quistes, desempolvando gavetas y traumas en el mismo salón en el que estos se formaron.
Cada una de nosotras, puesto que somos mujeres en su mayoría, hemos desarrollado diferentes auto-terapias para afrontar las cicatrices del presente, las del pasado y las del futuro.
Las hay que han logrado desactivar el interruptor del conflicto interno y se entregan voluptuosas a su nueva vida y al vino peleón del Mercadona. Otras, por su parte, han transitado tantas consultas de psicoterapeutas como sus sueldos les han permitido. Una de las técnicas más curiosas y posmodernas (con cierto aire colonial) es la de viajar a la India a un retiro espiritual o bien darse a la literatura de autoayuda nacional y extranjera.
Yo, por mi parte, me hago un batido con los traumas reales e imaginarios, les añado un poco de ron y los tumbo en una alegre borrachera. Nótese la metáfora, pues llevo un mes sin beber ni gota de alcohol por pura curiosidad científica, gústame pensar, que no por masoquismo puritano.
Quiero decir que asumo el trauma como una extremidad más. Tenemos dos ojos, dos brazos y decenas de traumas. Tantos como túneles al pasado hay en nuestra memoria. Se trata de quitarles la voz cantante, ya sea con vino, con citaloprán, con filosofía o realismo.
Por suerte o casualidad, he tenido siempre amigas y familiares que, con traumas similares, me han ahorrado cientos de euros de psicólogos. También he tenido una amplia estantería de amigos, que desde Victoria Holt, Camus, Valle-Inclán, Carmen Laforet, Montaigne, Hesse, Mariana Pineda, Ana María Matute, Dostoievski o Rosalía de Castro me acompañaron emocionalmente desde la niñez.
Para ser honesta, he de decir que estoy mintiendo. Lo que mejor se me da (y a veces ni eso) es no escenificar la queja autocompasiva exteriormente. Si bien erradicar su cancioncilla de mi cerebro es más complicado. Como decía mi abuela Elisa citando a Santa Teresa: “la cabeza es la loquiña de la casa”.
Motivos no nos faltan y amnesia nos sobra. Como dicen muchos científicos y personas que escriben libros y hacen cosas, la mayoría de las personas reconstruimos nuestros recuerdos e incluso, algunos, los inventamos.
Pero asumámoslo, la vida completamente feliz, sin retos, tristezas o conflictos, es la auténtica utopía buenrollista, y ríete tú de los falansterios.
Recuerdo en la adolescencia que una gran amiga se lamentaba de no tener una familia normal. Ciertamente lo pasó muy mal, no por su situación propiamente desestructurada, como toda familia que se precie, sino por una odiosa comparación con otras familias aparentemente felices, en las que, al parecer, nadie gritaba en las comidas familiares ni horadaba el hogar con llantos histéricos.
Siempre asumí que las familias normales son como el Ratoncito Pérez. Si bien, el truco está, para mí, en revestir las llagas y agujeros con comprensión y con mojitos.
Para poder recorrer los sinuosos recovecos de la vida en común, es vital tonificar nuestra identidad con valores que nos guíen en la dirección adecuada. Yo reniego de Millenial en ese sentido, reniego de la filosofía posmoderna y la personalidad líquida. Yo quiero ser renacentista, premoderna y sólida. Quiero y trabajo por un eje que vertebre mi existencia y fortalezca mi personalidad.
Por eso este verano asumo el trauma, que no es mío, que es de la Humanidad, de la Sociedad, es Colectivo. Asumo el trauma y me resisto a abotargarlo con evasiones enfermizas. Este verano disfruto del aburrimiento en la casa familiar en vez de irme a ruidosos festivales que silencien mis preocupaciones. Por eso, quizás, he probado a dejar el alcohol, para afrontar la cancioncilla dramática con sobria normalidad. Una elección como otra cualquiera. No quisiera que parezca que desprecio la evasión como forma de terapia. He pasado años disfrutándola y lanzándome al maravilloso mundo de la huída y el desenfreno.
Hoy, ante la inminente llegada de los treinta, sin una trayectoria clara, ni un empleo fijo, ni hogar propio, ni pareja, me empeño como nunca en cerrar el círculo y fijar el eje.
Dentro de las posibilidades que nos brinda este mundo líquido, como sabiamente teorizó Baumann, me agarro a los vértices de mi identidad y me relleno de literatura.
No puedo evitar perderme en el Facebook y en las nuevas identidades que, como gusanos, salen de debajo de las piedras. No puedo evitar ser de la generación que soy, vivir en el mundo que vivo. Y no lo evito.
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