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Volver siempre a La Dehesa

Santiago Pérez García / Santiago Pérez García

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Debió ser muy pronto, porque nunca se perdieron en mi familia paterna ni los recuerdos ni las amistades herreñas de cuando, allá por los años veinte, mi abuelo fue notario de Valverde.

De La Bajada supe por una vieja foto, muy remota, en un blanco y negro gastado y con los bordes torneados. Como las de antaño. Se veían unos bailarines, con un aspecto que me recordaba a los de las fiestas de San Pedro de Güimar, que sí era una referencia muy cercana en el universo de mis primeros años.

Fue en el año 1981, después de los años azarosos de mi etapa de estudiante, cuando por fin pude venir a La Bajada de Nuestra Señora de Los Reyes. Antes, mis visitas al Hierro eran frecuentes. Casi todos los años, recién terminado el curso, nos embarcábamos en el correíllo, armados hasta los dientes con los avíos de pesca, y deambulábamos por la Isla a salto de mata, durmiendo al raso hoy aquí y mañana allí, una noche en Las Puntas en lo que entonces eran las ruinas de una especie de lonja y más tarde fue un restaurante, otras veces más abajo de La Restinga, acampados en un claro de arena entre lajiales. O a la vera del Tamaduste, donde con la marea vacía cogíamos la lombriz que nos iba a servir de carnada para seguir pescando.

En aquellos veranos remotos empecé a conocer a la Isla y a sus gentes. Y a disfrutar de la hospitalidad herreña en estado original. Una forma de ser que en otras islas empezaba a escurrirse con los vientos del crecimiento económico. En realidad éramos unos muchachos con aspecto de vagabundos. Pero éramos del país y se notaba cuando nos veían rondando por los veriles, fusil en mano, detrás de las viejas o cangrejeando. O cuando aguardábamos pacientemente al caer de la noche engodando a los sargos. O pescando catalufas en noches de luna. Cuántas veces nos acogieron y nos invitaron los herreños.

Santuario chiquito de La Dehesa. Llegada de los bailarines de Sabinosa en la madrugada. La venia ante la Madre Amada. El silencio sobrecogedor de ese instante. La llegada al cerro de la Isla en medio de la niebla, la humedad que atraviesa los cuerpos sudorosos después de la pechada monte arriba. La aparición de unos pastores septuagenarios que, después de una vida al aire libre, eran adustos, curtidos, ejemplares de una raza y un modo de vida ya por entonces en extinción. Su autoridad, recuperada de pronto a lomos de la tradición, era viva rememoración de que el Estado no existió siempre. Los de promesa, mujeres y hombres que remontaban descalzos hasta la cumbre y resistían las veredas de zahorra en los tramos de pinar y volcán que jalonan buena parte del camino. Hoy ya son sólo memoria, memoria colectiva. Los herreño-venezolanos se hacían notar en los alrededores de la Cruz de Los Reyes. Eran los tiempos del bolívar fuerte. Y con todo derecho mostraban con orgullo que, más allá del océano, habían sabido salir adelante. Sentados alrededor de los paños supe que en esta Isla el guiso de cordero y garbanzas era plato típico, lleno de evocaciones mesetarias, castellanas, remotas...

Las tradiciones se viven, se sienten, se comparten. Ayudan a sentir que no estamos solos, al reconocernos en ellas como parte de una tierra, de una gente, de una historia. Pero es difícil contarlo. Palpé, en mi primera Bajada, por doquier la religiosidad, la más profunda y originaria, la que nos ayudó desde que hubo algún atisbo de Humanidad sobre el planeta azul a afrontar el prodigio de la vida, el milagro de las primaveras y las cosechas, a refugiar nuestra fragilidad frente a las catástrofes, los huracanes, las epidemias y las sequías.

Con los años, las cosas han ido cambiando. El espectáculo va ganando la partida a lo genuino. La religiosidad antigua, la más ligada a las angustias y esperanzas de la vida campesina, ha ido cediendo terreno. Pero cada cuatro años, con recuerdos y añoranzas, con la inconfundible presencia de los herreños, revive uno aquellas primeras Bajadas. Y, durante la caminada, el transcurrir de mi propia vida, con mis miedos, mis gozos y mis nostalgias. Por eso vuelvo. Siempre volví... Y, mientras tenga resuello, volveré.

Santiago Pérez García

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