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Tolerancia

Carlos Castañosa

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“Respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”.

Es aceptar con resignación aquello que no nos gusta de los demás… ¿Debo comenzar por aceptarme a mí mismo? Por supuesto que sí. Creo que es el punto de apoyo más válido como cimiento para la atalaya que permita otear con óptima distancia y perspectiva objetiva un panorama que, vivido desde dentro, es descorazonador.

En el actual escenario político, social y económico que estamos padeciendo en esta querida España, para los que gozamos de la asepsia ideológica, que no pasiva, de quienes sabemos distinguir sentimientos y emociones en contraposición con el uso de razón y el sentido común, necesitamos elevarnos sobre el paisaje para poder apreciar aquello que nos gusta de unos y de otros, así como repudiar, con respeto, alguna parte de sus ideas, creencias o prácticas para poner a prueba la capacidad de tolerancia. No con el fin de juzgar a nadie –sería imprudencia temeraria–, sino para opinar desde la reflexión e intentar conservar la salud mental mediante el análisis, lo más racional que sea posible, de una situación insostenible por su muy alto riesgo, según dictan los manuales de historia.

Entre la publicidad comercial y la propaganda política hay ciertas diferencias de código ético. En el anuncio de cualquier producto está prohibida la publicidad fraudulenta; denigrar a la competencia para resaltar las bondades de la oferta propia; mentir en las calidades, origen y componentes del material en venta; el espionaje industrial y cualquier tipo de deslealtad hacia los competidores. ¿Es necesario cotejar todo lo contrario en la propaganda política?

Tras las “armas silenciosas para guerras tranquilas” (Noam Chomsky), como técnica de manipulación mediática, en formato de decálogo para manejar la conciencia colectiva en favor de mezquinos intereses políticos, podemos seguir con cómo se tratan entre ellos. El discurso político suele resultar denigrante y vergonzoso para el receptor del mensaje que, cuando escucha lo que desea oír, jalea y aplaude desgañitadamente para radicalizar su ya drástica postura. Por el contrario, desde su buena fe debidamente manipulada, responde con agresividad hacia el contrario.

En los debates electorales, tertulias mediáticas, programas de radio o TV, titulares de prensa, declaraciones institucionales… aparece, por lo general un discurso ramplón, de baja calidad y peor estofa. No solo en los políticos ejercientes, sino en comunicadores profesionales que suelen priorizar su ideología por encima de la objetividad deseable, en favor de una opinión pública cuyo derecho fundamental (art. 20 de la Constitución) es la “veracidad”.

Este punto y aparte va en honor de las redes sociales, en su doble vertiente de exaltación de la libertad expresiva y como depósito o almacén de las fake news. La agitación actual que se ha enseñoreado de FB o Twiter va en consonancia con la aberrante situación política actual. En parte suplen las carencias de algunos medios de comunicación, “comprometidos” con tal o cual facción, que resaltan noticias censuradas en publicaciones convencionales. Por otro lado, los trolls bien organizados recortan la credibilidad de muchos titulares.

Los dos temas estrella -esto va por semanas- son los EREs de Andalucía y los ataques a Vox. Testimonios tan agobiantes, poco originales y faltos de calidad literaria, que da pereza abrir la página y tener que repasar algunos comentarios, a cuyos autores a veces conviene eliminar para mantener un mínimo de pulcritud en el lenguaje. (¿Quizá estoy cayendo en intolerancia?) Una cosa es la definición que encabeza este capítulo, y otra tener que tragar con la grosería y los malos modos.

Estamos rodeados de ejemplos poco edificantes que se han intensificado desde mi última irrupción en este tema (10/06/2019) con el artículo: “Quizá el bipartidismo no fuera tan malo…” Desde entonces, se han ido enconando actitudes; se han radicalizado (todavía más) las posturas de siempre y ha crecido el estropicio con ruido de vidrios rotos, para desgracia de un pueblo que no merece el maltrato de sus absurdos dirigentes.

Convendría repasar cómo, cuándo y por qué ha resucitado la ultraderecha española que, no hace tanto tiempo, estaba tan soterrada como el propio franquismo. Como consecuencia, ha surgido una nueva e inquietante táctica adversativa contra esta facción política. Ante el contundente discurso derechista, nadie parece contradecirlo con argumentos fehacientes y razones sólidas (que posiblemente las haya y en abundancia). En su lugar, solo se les descalifica por sistema y se les insulta en términos recurrentes y poco originales, como si no hubiera capacidad dialéctica para una réplica adecuada; cuanto menos para dar forma a una intransigencia con apariencia emocional, no motivada por el uso de razón. Como consecuencia, parece que el objetivo perseguido con la descalificación organizada, surte el efecto contrario al deseado. Pues mientras otros bajan en perspectiva de votos -algunos hasta se estampan-, estos siguen subiendo espumosamente en cada convocatoria a las urnas, propiciada por el desastre que nos tienen montado unos padres patrios tan poco edificantes como la propia ley electoral.

Habrá que hacérselo mirar.

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