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El nivel de incompetencia en política

Carlos Castañosa

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El principio de Peter que define el “nivel de la incompetencia” aplicado a la jerarquía de organizaciones piramidales, nos habla de cómo cada escalón de un organigrama se corresponde a unas capacidades individuales progresivas, que cuando se ven rebasadas por el ascenso a un siguiente estrato, se puede encontrar el fracaso por carencias operativas que no lo eran en el peldaño anterior.

Esta frontera que separa el éxito de la frustración marca el nivel de la incompetencia preconizado por el insigne pedagogo canadiense, Laurence J. Peter, en su obra El principio de Peter publicada en 1969, en la que desarrolla cómo todas las personas que realizan bien su trabajo, cuando son promocionadas al puesto de una mayor responsabilidad, que no pueden asumir por superar sus facultades y disposición, alcanzan su tránsito hacia la incompetencia para encontrar el fracaso, cuando un paso más abajo se hallaba la plena satisfacción profesional o vocacional.

Parece un problema bien planteado pero de muy difícil solución, pues es inevitable que la progresión profesional sea objetivo prioritario y que el “cuanto más arriba, mejor” tome entidad de legítimo deseo. Sería imposible que cada individuo reconociese motu propio la limitación a sus capacidades en contra de la eficiencia deseada; en especial si el salto hacia arriba implica mejoras económicas.

Hasta aquí, todo referido al ámbito empresarial o laboral. Pero si trasladamos esta anomalía operativa al escenario de la política, por cómo repercute en perjuicio de la ciudadanía, el destrozo adquiere dimensiones escandalosas. Si ya de por sí, la política propiamente dicha es una rémora –carísima– para el pueblo; si además, a la incompetencia natural de la mayoría de cargos públicos, le añadimos el hándicap de Peter y su principio de la “inutilidad programada”, el resultado es catastrófico. Sabemos que lo es porque así lo sufrimos. Pero es necesario saber el porqué.

Así lo intuyó, al parecer, hace 100 años Ortega y Gasset, quien entonces dio forma a este aforismo: “Todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes”.

No es juicio temerario suponer que el tal Laurence J. Peter, sin ánimo de plagio, se inspirase en nuestro insigne filósofo para desarrollar su pensamiento universalmente reconocido. La diferencia fundamental estriba en que Ortega y Gasset lo refería a la “cosa pública”, y el Peter crítico se dedicó más a estructuras empresariales y organizaciones civiles.

Tomando un poco de cada uno, podemos reflexionar sobre el desastre que nos asola en el plano político por una infraestructura social, económica y cultural basada en un ruinoso Estado de Autonomías, solo viable en un país rico y abundoso en bienes y recursos; cual no es el caso.

Imaginemos un alcalde de pueblo que ascendiera de la nada, desde el escalón más bajo en la pirámide de un partido político. Que hiciera de su gestión inicial un puesto de trabajo bien remunerado. Que tuviese capacidades para medrar en principio. Que comenzase a trepar por méritos propios. Que consiguiera hacer de la política su profesión. Que pasados los años y subidos los escalones suficientes para alcanzar su nivel de incompetencia, por un golpe de suerte, accediera al siguiente peldaño donde le esperase el trono de alcalde con su bastón de mando. Que el éxito aparente le viniese grande por haberse encaramado a una altura que no le correspondía por carencias que antes no lo eran… El desastre estaría servido; sobre todo para sus paisanos. Pero lo peor estaría por llegar, pues tras cuatro años de negligencias, promesas incumplidas, proyectos fallidos y fracasos varios, los habitantes de un pueblo decrépito volverían a votarle por ignorancia y buena fe, porque no hubiese alternativa vistosa y porque funcionase muy bien la publicidad electoralista individualizada en favor de su falso adalid… pagada en algunos medios de comunicación con fondos públicos. Actividad esta que se desbordaría con la vista puesta en un tercer mandato. Aquí ya no importarían los escalones, las capacidades intelectuales, las condiciones morales ni los principios de honradez para reconocer las propias limitaciones. Solo se trataría de “el poder por el poder”… Una lacra para el pueblo soberano.

El exceso de ambición individual precipita el fracaso programado y la frustración, con la consecuente y fatua prepotencia demoledora por sus efectos y perniciosa para quien ejerce el despotismo y abusa del poder. Nadie debiera eternizarse en una poltrona como su gran negocio a costa del prójimo… ingenuo votante.

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