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La vida sigue igual

Eduardo Serradilla Sanchis / Eduardo Serradilla Sanchis

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Estamos inmersos en una crisis que genera incertidumbre, angustia, miedo y ansiedad entre la ciudadanía, además de un sentimiento que nos retrae a épocas pasadas donde el país “marchaba bien” y el dinero parecía crecer en las plantas del jardín.

En realidad las familias sobrevivían a base de encadenar un préstamo tras otro y de ver cómo su vida dependía de poder pagar la tarjeta de crédito a principios de cada mes. Sin embargo, se podía socializar, salir, viajar, disfrutar de varios periodos vacacionales al año, cosas que ahora ya forman parte del recuerdo.

Con un poso de nostalgia como ése, solamente quedaba desarrollar un discurso orquestado en encontrar una “cabeza de turco” sobre quien descargar las frustraciones de la ciudadanía y el resto está en los manuales del cualquier asesor político que se precie.

Tengo que reconocer que quienes han estado estos cuatro años no han ayudado mucho a que los ciudadanos recuperen la confianza en el sistema, en parte por sus divisiones internas y en parte por la política de “tierra quemada” legada por los anteriores responsables. Cualquier estratega les podrá decir que la primera orden que se da a las tropas cuando toca retirarse es la de destruir todos los recursos susceptibles de ser utilizados después por el enemigo. Siempre se pone como ejemplo la voladora de los puentes y las redes de comunicación, pero en realidad la labor de demolición suele ser mucho más intensa.

En la política, la hoja de ruta suele imponer unos comportamientos que, aunque lesivos para el bien común, sirven para pagar los favores contraídos durante las costosísimas campañas. Si estos comportamientos están en contra de la legalidad vigente, es algo que en el futuro deberán solucionar quienes en ese momento estén al cargo de todo. Por ello, muchas instituciones públicas han visto mermados sus, cada vez más escasos, recursos, dado que han tenido que cargar con la rémora dejada por quienes olvidaron cuáles eran las obligaciones que venían aparejadas con su cargo.

Vale que en algunos casos se suela recurrir a la mala gestión del anterior consistorio, pero cuando se repiten, una y otra vez, situaciones que suponen una sangría para el erario público -y siempre aparecen asociadas las mismas personas y siglas políticas- los ciudadanos deberían tener en cuenta estos hechos antes de valorar ninguna proclama electoralista.

De todas maneras, la vuelta que ha dado la tortilla política en el archipiélago, sobre todo en ciudad de Las Palmas de Gran Canaria no lo es tanto, porque, en realidad, pocas cosas han cambiado. Cierto es que hay comportamientos que se guardaron en el cajón y se quiso dar, por parte de todos los integrantes del reparto, una nueva imagen, un tanto alejada de las tres legislaturas anteriores.

Sin embargo, y merced a un crisis asociada a una mentalidad neocon, tan del gusto de los gobiernos conservadores de nuestra comunidad, el margen de maniobra ha sido mínimo por no decir nulo.

Las buenas intenciones necesitan dinero, público o privado, y, a falta del primero, la inversión privada se ha dedicado a esconder la cabeza “debajo del ala” y a fomentar el regreso de quienes les hicieron ganar cantidades ingentes de dinero, durante más de una década.

Solamente hay que ver las reacciones, anacrónicas, torticeras y fascistas ante las manifestaciones y sentadas protagonizadas por quienes están hartos de ver cómo su futuro está condicionado por una clase política, económica y empresarial que mira para otro lado cuando se citan las altísimas cifras de paro juvenil que se barajan en nuestro país. Es más fácil tachar a todos de anti-sistema que tratar de entender la situación de quienes, tras varios años de estudios superiores ?con el desembolso económico que ello supone- ven limitadas sus opciones profesionales a un eventual contrato basura de reponedor en un supermercado. Y que conste que lo que me molesta no es el trabajo de reponedor, sino la basura del contrato eventual con que se pretende callar la boca a quienes buscan un trabajo.

Y mientras tanto a las grandes empresas, a los bancos y a las sociedades multinacionales se les llena la boca vociferando al mundo sus beneficios en lo que llevamos transcurrido del 2011. Vivimos en una sociedad capitalista, donde el mercado manda, pero todo tiene un límite y quienes traspasaron todos esos los límites de la ética, empujados por el afán especulativos de antaño, mejor se lo pensaran antes de volver a hacer lo mismo.

Lo que está claro es que, en nuestro país, se confía más en el líder carismático que en tratar de cumplir con la obligación personal y profesional de cada uno. Luego prima más “el pan y el circo”, aunque el pan esté duro y al circo le crezcan los enanos que asumir la responsabilidad que cada uno tiene para con la sociedad.

Puede que muchos no sean conscientes del futuro, pero lo único que han demostrado estas elecciones es que todo sigue igual, aunque ahora ya no tendrán que esconderse en la bancada de la oposición. Ahora podrán desplegar las enseñas patrias, rescribir las listas negras y empezar a colocar ladrillos para construir la “torre de Babel” que nos sacará de la crisis en la que nos encontramos. A partir de ahora tendremos que tener cuidado con “perder aceite”, por lo menos en público, porque, ya se sabe, en privado todo es posible. Después al ciudadano de a pie no le quedará más remedio que tragar quina, resignarse a su triste suerte y confiar en que las cosas no vayan a peor. Un pensamiento que choca con una realidad que nos dice que el mundo que nos ha tocado vivir, tras la crisis, será mucho más duro e inhóspito que aquel al que estábamos acostumbrados. Y desplegar megalómanas enseñas no nos ayudará en absoluto a cambiar una verdad como ésa, por mucho que algunos se empeñen en negarlo.

Eduardo Serradilla Sanchis

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