“¡Aquí hay tomateeee!” Con ese grito de guerra se incorpora cada mañana a su despacho de la santacrucera avenida de Buenos Aires ese vengador de cine de barrio en que ha convertido nuestro adorado don Pepito Rodríguez. El sonido de las espuelas que se ha hecho colocar en sus botas de montar, con las que sube de dos en dos los peldaños hacia la gloria, y la destreza con la que lanza el sombrero sobre el perchero de su despacho hacen exclamar a sus más directos colaboradores que el insigne editor “está más en forma que nunca”. Le ha vuelto a coger el gustillo al periodismo de investigación, ese que siempre practicó en sus años mozos, entre madrigal y sonetos, entre juegos florales y encendidas soflamas públicas en favor del caudillo de España. Y ha descubierto las bellezas que encierra México, donde cree haber dado con la clave de la bóveda que sustenta todo el poder del Paulinato. Asido como un charro romántico a la última carta de su amada, don Pepito no suelta de sus manos el documento que hace más de un mes tenemos todos los periodistas de Canarias, y agitándolo con frenesí sobre las cabezas de sus súbditos, proclama que ha llegado la hora de vengar la tremenda humillación que para él ha supuesto el concurso de las licencias de radio. En su editorial de ese martes ha insistido en la autenticidad del poder notarial que el presidente del Gobierno ha desmontado con un certificado del consulado de México, y convencido de que la mentira humana no podrá nunca con la divina, ha ordenado seguir adelante con el culebrón, ya sin más consistencia que su majadera insistencia porque datos periodísticos no hay ni uno.