La sala donde se reunieron José Manuel Soria, Carlos Sánchez y Francisco Benítez Cambreleng no se encontraba en un lúgubre sótano de un barrio marginal a la que se accedería a través de una trampilla situada tras la barra de un bar sin licencia de apertura. No había en la puerta, apostados en la oscuridad, dos fornidos matones con el cuerpo atestado de tatuajes chinos, por tanto, no iban armados con unos indisimulables bates de béisbol que espantaran a curiosos periodistas. El cuartucho donde se reunieron no tenía una escuálida bombilla de 40 vatios colgando del techo y balanceándose de modo que las sombras de los presentes fueran variando sobre las paredes, dibujando posturas amenazantes que se convertían en difuminadas cuando el humo de los cigarrillos lo invadía todo. Las sillas donde se sentaron y la mesa donde se acodaron no estaban chorreadas de sangre seca, ni se apreciaban signos de que allí alguien hubiera clavado violentamente navajas de gruesa hoja con las que se amputaran falanges. Soria, al contrario de lo que pudiera parecer, no colocó sobre esa mesa un revólver Smith & Wesson, de esos que se cargan encima pa' que te libren de todo mal. Ni por asomo la hizo girar inopinadamente hasta conseguir que el cañón apuntara contra Francisco Benítez Cambreleng. Ni le gritó “o cantas o te levanto la tapa de los sesos”. Tiene razón el TSJC, allí no hubo ni violencia ni amenazas.