El peso del pasado y la memoria en la Europa actual

Cubierta del libro 'El color y la herida', de Rebeca García Nieto

Yolanda Izard

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El color y la herida, la reciente novela de Rebeca García Nieto (Medina del Campo, 1977) publicada por De Conatus, es en mi opinión su gran obra de madurez, sustentada por una imparable labor en el mundo de la traducción, el ensayo, la colaboración en distintos medios como Letras Libres, Revista de Libros, Quimera, Cuadernos Hispanoamericanos o Jot Down y cuatro novelas como Eric o Historia de una mirada, pero también por el peso y la huella que en su obra ha dejado su formación como psicóloga clínica.

El color y la herida contiene muchas de las características de la posmodernidad: la fragmentación, por ejemplo, y cierto hibridismo o, más bien, una apuesta por compartir con mirada científica la narración, lo que parte de una exhaustiva documentación sobre las consecuencias que tuvieron para los propios alemanes la caída del nazismo, la vida en la RDA y los traumas que generó. Del mismo modo, también comparte con las mejores obras humanistas su preocupación por la idiosincrasia y el destino del ser humano, centrada en este caso en una familia alemana que arrastra terribles secretos relacionados con la violencia y la sistemática violación que ejercieron los soldados rusos sobre mujeres y niñas como Erika, la hermana del protagonista.

Con una muy pensada estructura narrativa (semejante a los componentes de un cuadro, en un guiño a la profesión de su protagonista, pintor), Rebeca García Nieto explora desde un punto de vista casi psicoanalítico la vida interior, centrada sobre todo en la vergüenza y la culpa, del pintor alemán Rüdiger Keller, de reconocido prestigio, cuando en la última etapa de su vida se va a vivir solo a la casa de su hermana Erika recién fallecida y descubre quién era en realidad ella, qué sufrimientos tuvo que arrastrar en la RDA, coincidiendo con la llegada del Ejército Rojo. Al mismo tiempo, la autora se las arregla para ofrecer un retrato profundo del protagonista y de los avatares de su alma, que acaban constituyendo la otra cara de la historia, la de quien vivió en el lado occidental de la fragmentada Alemania.

En un vigoroso crescendo, llegamos a un apoteósico final que cierra todas las líneas narrativas abiertas a lo largo de la novela: el sentido de la última obra pictórica que el protagonista está creando y el sentido de los números que solo compartía Erika con su madre; es decir, del color y de la herida que dan nombre a la novela.

Las referencias culturales son numerosas y de gran interés, pues las escoge con inteligencia y saca con inteligencia conclusiones poco convencionales, demostrando su amplia capacidad para hacer lecturas personales de novelistas, poetas o pintores que avivan la novela y complementan su capacidad de atracción: Nabokov, Borges, Francis Bacon, Max Ernst, Kafka, etc. Y, como es en ella habitual, invita además al lector a cuestionarse verdades sociológicas o ideológicas que parecían inmutables sin ejercer sobre él ningún tipo de presión, simplemente poniendo ante sus ojos los actos de barbarie, algunos de los cuales han quedado impunes o bajo el dominio del silencio: «¿Por qué no se atreven a hablar?», pregunta uno de los personajes en referencia a las diferencias entre la Alemania del Este y la del Oeste: en la primera «no recibimos nada, solo un simple placebo que nos hace creer que vivimos en un mundo feliz».

Dentro de esta línea de defensa de una verdad incómoda, pese a quien pese, se erige la concepción de la historia en general, y en concreto, como vemos, de la alemana sometida en la RDA, desde una actitud desprejuiciada, una cuestión que alguno de sus personajes defiende: «La historia es revisionista de por sí. Y la memoria. Esta es su razón de ser». También denuncia posiciones y miradas retrógradas hacia el arte, una cuestión esta tan de triste actualidad: «Y no hace falta que haya un tribunal de la Santa Inquisición, ahora todo el mundo se ha convertido en inquisidor, sentenció Keller», pues «es su forma de mirar el mundo la que es obscena». Del mismo modo cuestiona otras materias que la autora, por su profesión de psicóloga clínica, conoce bien, como el psicoanálisis aplicado al arte: «El psicoanálisis estaba haciendo estragos en la crítica de arte. Se había infiltrado tanto en la cultura que apenas había críticas de cuadros en las que el comentarista no aventurara alguna hipótesis sobre el padre, la madre o el Espíritu Santo». Y, claro está, del propio arte, con sentencias aforísticas de calado como las siguientes: «Todo arte es un trampantojo, y eso no significa que sirva para ocultar lo terrible. Al contrario, con frecuencia sirve para ponerlo de relieve». «El arte servía para hacer ciudadanos libres, individuos con características únicas, no miembros de una masa informe fácil de manipular». Y añade: «No permitan que colonicen lo más propio del ser humano: el inconsciente». Pero también el arte sirve para «hacer de contrapeso al horror que había en el mundo».

Perfectamente atada en su composición y en su significado, con sus distintas subtramas, y un estilo funcional, depurado, muy cuidado y sin alharacas, que lleva con soltura y bien sujetas riendas contra el pensamiento uniforme y acrítico, esta obra muestra a una autora en su más centrada madurez: ha dicho mucho, lo ha dicho con criterio y conocimiento, y además lo ha dicho muy bien.

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