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Espacio de opinión de La Palma Ahora

‘Encarnación’

Irene Suárez Cortés

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Lenny Bruce gritó a un tribunal: “¡Necesitan al loco para que sepan en qué se están equivocando!”

(Al lector: Eres libre de fumarte mis textos o no. Los posibles efectos secundarios varían en el paciente)

Existe una lucha. En la que puede que no haya nunca un vencedor. 

La mujer, sacada de un libro sobre musas de cabellos negros y tela roja, se desliza por el aire; mi mano izquierda se estremece, quiere describirla, quiere preguntarle qué siente allí arriba, qué siente al estar rodeada de miles de personas que le encantarían estar sujetos por una de esas cuerdas en su caída.

Cada uno en su jaula particular, enfrascando su necesidad de pertenecer y poseer en botes de cristal. Pero todos alucinados la miran. No entienden cómo puede haber tantos miedos royendo sus entrañas, una cantidad indecente de inseguridades habitando en el nido de nuestro cuello (vacío de besos, agotado por la espera), y que ella, musa del silencio y la inspiración, vuele sin segundas oportunidades a la duda por encima de todos. Admiración siente la arrogancia.

Autenticidad a muerto; se reproducen incansablemente -tortura moderna- detrás de la mujer miles de historias que suenan a ilusión, a pasado ficticio, a mentira dulce que se desliza por la garganta, -tu boca pide más, y cae el néctar de los que quieren recuperar lo bueno-.

Grazna el cuervo desde la rama de un árbol, cae de nuevo desde las alturas el cuerpo de la mujer roja, “¿Tiene los ojos cerrados?”.

Allí, en butacas de plástico, guarecidos en un pabellón por el que se cuele el viento desde el exterior por rendijas de carne y celulosa. 

- Les odio (a ellos, humanidad) y les envidio a un mismo tiempo, un amor-odio, en el que siento que le debo gratitud y al mismo tiempo una furia que se traduce en las ganas de luchar contra lo que intenta atrofiar mis prístinas alas. Sus juicios inútiles y equivocados. Mal. Mal.

Le digo a la mujer roja. Como si ella pudiese entenderme, como si ella fuese, es -quisiera ser- real. 

El miedo mujer, el miedo que tú no sientes se alterna de manera contraria y como un exabrupto que anatematizaba a todos los espectadores. Caía sobre nosotros como un mundo a las espaldas de un alguien -de mente infantil y sin ánimo de preguntar por qué- la falacia sobre nosotros mismos. Sobre un espejo que no se sabe muy bien qué es lo que refleja, si otro prejuicio, si una opinión, si una verdad abstracta y poco fiable o la corrosión que recubre la órbita ocular.

Aparece entonces en medio del escenario, que la mujer roja no se ha atrevido a pisar, (y juzgo yo individualmente que será para no contagiarse de la realidad ficticia que tanto esfuerzo les cuesta a algunos recrear cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día de nuestra ineficaz -pues preguntémosle al tiempo que hemos sido para él- vida), la niña que sube escaleras, la que se parece a mí pero no tenemos ya ni la misma sonrisa ni mirada idéntica. Desnuda. Preguntándose -y lo sé porque la conozco, se quien ha sido y en quién se ha convertido- porque todo el mundo mira hacia arriba con tanto asombro, “¿qué le ha pasado al mundo para pararse a mirar cómo sus deseos son encarnados por algo ajeno a su mismo cuerpo, en vez de haber echado a correr para atraparlo y moldearlo a su gusto?” Niego con la cabeza. No puedes escapar de tu jaula, no puedes coger lo que te gusta y huir; la consciencia cada día pesa más en mi mente y convierte la forma de la niña, su forma, en un personaje abnegado a la decepción. Genio escribe con guijarros en las paredes de su celda neuronal: Y tú, como todos los demás, abocada al fracaso. 

Pues una vez se alcanza la cima, lo que queda es la degradación, la decadencia de sí mismo. Tenemos los límites que nuestra condición de mortales equivocados nos imponen, de nuestra evolución egoísta que pretende que una vez hayamos alcanzado esa cima, antes de que comencemos a bajar por inercia, plantar a genio en otra vida y darle la oportunidad de seguir donde lo dejaste. Mal, mal, mal...

Existe una lucha en la que puede que no haya nunca un vencedor; la degradación moral que se produce por una consciencia abierta de piernas, la esquizofrenia que con lastimosos gemidos pretende desgarrar el velo que lo cubre todo; y luego estás tú, la oposición, tienes el poder, la corona pesa en tu cabeza de ternero sin destetar, y te escondes en los bosques del presente alienante, pues en el fondo temes ganar. 

Temes que a la niña le gotee sangre de entre las piernas, temes que vaya tu presente a romperle el vientre, creador de vida y rojo.

“El medio moderno hace imposible la aparición de cualidades de construcción en el espíritu [...] La única cosa en la que existe construcción hoy día es una máquina” (Pessoa).

 

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