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Historias posibles: En la isla

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El mar, el paisaje, la luminosidad y la amabilidad de la gente del lugar lo cautivaron desde su llegada a la isla para trabajar en la construcción, que por entonces demandaba gran cantidad de mano de obra. Tariq pronto se aficionó a la pesca deportiva, primero, con caña desde la rompiente rocosa, y, más tarde, desde una pequeña barca, que compró conjuntamente con un amigo, cuando tomó la dolorosa decisión de abandonar su país y establecerse definitivamente en ese lugar. Durante los seis años en que estuvo trabajando en la construcción, a la hora del descanso para comer dedicaba unos minutos a la oración, suplicándole a Alá que protegiera a sus hijos en Hangu, Pakistán. A veces no podía evitar sentirse apesadumbrado por la lejanía de sus pequeños ?su esposa falleció tres meses antes de venir por primera vez a la isla ?, aunque tenía plena confianza en que su hermana se esmeraba en cuidarlos. Esos momentos de añoranza y de inquietud, que le causaba la ausencia de sus hijos, lograba superarlos con la ilusión que le hacía el que un día, no muy lejano, podría vivir y disfrutar con ellos en la nueva casa que había comprado, y que tenía casi pagada. El sueño de poseer su propio hogar, que ya era una realidad, y que Abdul, su único hijo varón, estuviera estudiando y alcanzando notables progresos, era mucho más de lo que nunca se imaginó. Solo esperaba permanecer un poco más de tiempo en la isla, con el fin de ganar lo necesario para abrir una tienda de electrodomésticos en su localidad, y regentarla conjuntamente con su hijo. Y cuando el sueño de toda la familia parecía estar a punto de cumplirse, el cruel y estúpido fanatismo humano, en un instante de horror, lo aniquiló.

Aquel aciago día, Tariq tomó la determinante decisión de abandonar, para siempre, con sus dos hijas Hangu. Se sentía orgulloso de su hijo, de su actitud y de su valentía, y manifestaba el mayor de los desprecios para los que hacían del terror práctica de sometimiento. Estaba convencido de que los aniquiladores de vidas, en su monstruosa ceguera, guiados por su paranoico pensamiento único, intentarían barrer cualquier vestigio de reconocimiento heroico, por lo que casi con toda certeza la seguridad de su familia corría serio peligro.

La isla, en la que se sintió acogido desde que llegó por primera vez, fue de nuevo el destino elegido por Tariq para instalarse con su familia e iniciar una nueva vida. Cuatro años después regentaba un próspero negocio de electrónica y de pequeños electrodomésticos. De vez en cuando, lograba invertir un rato de su escaso tiempo en ir de pesca con su amigo.

A pesar de su corta edad, Lamin luchaba desesperadamente por zafarse de los brazos del hombre desconocido. Lloraba, se retorcía y su pequeño rostro se transfiguró de horror, mientras extendía sus delgaditos brazos clamando por su madre. El hombre, con el niño, se alejó a toda prisa de la pestilente choza de la tribu de Jola. La venta del maní, cosechado en la pequeña huerta, apenas alcanzaba para una comida al día, para la numerosa familia de Lamin, y a Dembo ?su padre? quinientos euros le parecieron una fortuna. La persuasiva exposición de aquel individuo bien vestido, de que el niño tendría una vida de hombre blanco, acabó por convencerlo de que merecía la pena intentar garantizar la probable salvación del resto de la familia, aunque tuviera que pasar el doloroso trance de la definitiva ausencia del menor de sus diez hijos. “Con ese dinero ?se dijo? puedo comprar más tierras y aumentar la cosecha de cacahuete, y así mi familia podrá comer más de una vez al día”.

En un lujoso edificio de Basse Santa Su, una joven subió por las escaleras hasta el segundo piso y suavemente tocó en la puerta F. Mientras esperaba, intercambiaba, entre sus manos sudorosas, un abultado sobre, intentando evitar humedecer su contenido.

La puerta se abrió, y un hombre bien vestido la recibió con gesto adusto, preguntándole de inmediato si había traído lo acordado. Ella le hizo entrega del sobre, que él se apresuró a abrir y a contar su contenido.

?De acuerdo ?dijo el hombre?. Ponle un nombre al niño, y prepárate para salir en un cayuco dentro de tres semanas, hacia Canarias. Una vez allí, y con el niño, no te expulsarán, y cuando regularices tu situación te será fácil trasladarte al continente europeo.

?Quiero mantener su nombre ?dijo la joven, convencida de que el niño ya estaría acostumbrado a oírlo?. Si usted lo sabe, claro.

?Lamin ?dijo, lacónicamente, el hombre dándole la espalda a la joven y cerrando la puerta.

Lamin apenas había comenzado a gatear y ya fue vendido dos veces. Era el seguro salvoconducto de que su mamá dueña no fuera repatriada una vez alcanzado el soñado paraíso. Mamá dueña llevaba dos años comerciando su espléndido cuerpo con los respetables señores de las comunidades europeas y libanesa, hasta conseguir la cantidad que le facilitara el pasaporte en cayuco con rumbo al paraíso. Lamin, como Kunta Kinte, fue arrancado de las tierras de Gambia por la barbarie humana. ¿Quién dará dulces besos a este niño? Mamá llorona en humilde choza ruega a dios cocodrilo de la fecundidad que no le conceda más hijos, y que su niño salvador sea bien acogido en blancos brazos.

Aunque el compañero de Tariq, de cuando en cuando, engodaba la zona de fondeo del barco, los peces parecían resistirse a picar, y la inactividad contribuyó a que a la mente de Tariq acudiera el triste y perenne recuerdo. Ese día, su hijo Abdul se despertó tarde, y aunque se apresuró para llegar a tiempo al instituto, pues el retraso se penalizaba con la negativa a permitir a los alumnos la entrada a las primeras clases, no pudo evitar la sanción. La noche anterior se acostó muy tarde porque tuvo que hacer la tarea y estudiar después de la cena, dado que toda la tarde estuvo ayudando a un tío suyo a montar las estanterías en el local anexo a la casa, donde su padre tenía previsto instalar el negocio de electrodomésticos. La familia quería darle al padre la sorpresa de tenerlo todo preparado para cuando regresara. “¡Ojalá sea pronto!”, decían todos.

Abdul nunca iba a clase sin los deberes hechos. Abdul, que acababa de cumplir quince años, tenía el convencimiento de que la mejor manera de alcanzar la libertad y el bienestar en su país era el estudio. Se consideraba a sí mismo un fiel seguidor del Islam, muy respetuoso con las personas de otras creencias, y estimaba la amistad como uno de los mejores dones de los seres humanos.

En la puerta del instituto, otros niños esperaban también a que les autorizaran a entrar en el centro, pues, como Abdul, habían llegado tarde. Se saludaron, y entre ellos comentaron las causas, para ellos más que justificadas, de sus retrasos. Ese mismo día tendrían que copiar de sus compañeros las clases impartidas, porque al día siguiente, con toda seguridad, sus profesores se las exigirían.

Mientras Abdul y sus compañeros esperaban la autorización para entrar en el centro, un hombre de unos veinte años, ataviado con un salwar kameez de color gris, se aproximó a la puerta del centro con la manifiesta intención de entrar.

?No se puede pasar hasta que lo autoricen ?dijo uno de los niños?. Tendrá que esperar como nosotros.

El hombre levantó su brazo derecho y lo movió de adelante hacia atrás, con gesto despectivo, dejando entrever en la cintura, por una abertura de su traje, que llevaba adosado un cinturón con explosivos, y que uno de los niños pudo ver con claridad.

?Corran, corran ?gritó el niño, adentrándose en el centro, seguido por sus compañeros, excepto por Abdul?, es un suicida con explosivos en la cintura. Corre Abdul, corre.

El momento de alboroto y de indecisión que causó en el terrorista el descubrimiento de sus evidentes intenciones, fue aprovechado por Abdul para abalanzarse sobre él y hacerle trastabillar y caer al suelo.

?No quiero que mates a nadie, no quiero que mates a nadie? ?repetía Abdul, mientras forcejeaba con el terrorista, quien hacía inútiles esfuerzos por zafarse del niño.

Cuando los adolescentes que huían avisaban a gritos a los profesores de las intenciones del terrorista y de los esfuerzos de Abdul por impedir su entrada en el centro, se produjo la terrible explosión, que, al instante, segó la vida de ambos, dejando sus cuerpos totalmente destrozados.

El gesto decidido y heroico de Abdul evitó la amargura a muchas familias, que no dudaron en reconocerlo. Sumidos en la tristeza y en el dolor, Tariq y su familia lo agradecieron, pero también tenían la certeza de que ese reconocimiento los marcaba en la agenda del terror como objetivo prioritario. La seguridad de la familia estaba lejos de Hangu.

Hacinados en un viejo cayuco viajaban, temerosos e ilusionados, más de treinta inmigrantes indocumentados, por encarecido consejo del innombrable que les habilitó la ansiada huida. Uno de los patrones les exigió que, para moverse, le pidieran autorización, pues, de lo contrario, corrían el riesgo de poner en peligro la estabilidad del barco. Una vieja lona en la popa aportaba un poco de intimidad para realizar las necesidades fisiológicas íntimas, siempre con autorización expresa del patrón. Lamin era el único bebé y, además de su mamá dueña, también iba otra mujer con los ojos enrojecidos por las lágrimas agotadas, y con la angustia africana enmarcada en su rostro.

El avistamiento de las primeras luces en la lejanía de la isla de Lanzarote, insufló ánimo a los viajeros del cayuco, con sus cuerpos ateridos por el frío marino de la noche y doloridos por el entumecimiento de los músculos, por la obligada posición que habían tenido que mantener a lo largo de todo el viaje.

La sensible punta de la caña de pescar de Tariq se dobló, indicando que un pez acababa de picar, y luchaba por zafarse del anzuelo. Oyó cómo su compañero, con voz animada, le decía que se trataba de una buena pieza y que a él también le acababan de picar. El semblante de Tariq se animó y, entre ambos amigos, se entabló una animada porfía sobre quién pescaría más.

El ruido de un motor atrajo la atención de los dos pescadores, que no alcanzaban a ver a ningún barco en las proximidades, aunque cada vez el sonido era más perceptible. Tariq se puso de pie sobre el leito de popa, y escudriñó la superficie del mar, de donde parecía venir el ruido, en ese momento más intenso.

?¡Mira, mira, es un cayuco! ?le dice a su amigo, señalando con el dedo índice de su mano derecha?. ¡Dios mío, va derecho a la baja!

La tonalidad cromática en el horizonte anunciaba que pronto la oscuridad daría paso al día, y eso comenzó a poner nerviosos a los ocupantes del cayuco, que temían ser descubiertos antes de poder adentrarse en tierra firme y desperdigarse por escondidos rincones. Apenas faltaban cien metros para la orilla de la playa y, con la marea llena, el patrón no se percató de la proximidad de la baja, oculta apenas por medio metro de agua. Tariq y su amigo gritaban desesperadamente, intentando avisarles del inminente peligro, pero el ruido del motor hacía sus gritos inaudibles.

El impacto de la quilla en la roca invisible hizo zozobrar inmediatamente la pequeña embarcación, lanzando estrepitosamente a todos sus ocupantes al agua, entre gritos de pánico y dolor. Antes de que Tariq y su amigo, con el horror dibujado en sus rostros y por entero desesperados, llegaran al lugar, ya habían desparecido, engullidos por el mar, más de veinte de los ocupantes del cayuco. Con gran esfuerzo, lograron recuperar cinco supervivientes en estado agónico, a los que, de inmediato, trasladaron a la playa.

Intentando salvar el mayor número de vidas posible, volvieron de nuevo al lugar de la catástrofe y, cuando se disponían a regresar, después de dar varios rodeos a la zona sin encontrar más supervivientes, vieron que alguien luchaba agónicamente, intentado mantener a flote a un pequeño cuerpo, que parecía ser el de un niño. Tariq, sin dudarlo, se desprendió de su chaqueta y se lanzó al agua, pudiendo rescatarlos con vida y comprobando que se trataba de una mujer y un niño. Cuando volvieron a la playa, constataron que ya varios vecinos se afanaban en proporcionar mantas y bebidas calientes a los aterrorizados náufragos.

Tariq, que hablaba un perfecto inglés, se interesó por el estado de todos los supervivientes: los recatados y tres más que, a duras penas, alcanzaron la playa a nado. Le preocupaba, especialmente, el estado físico y anímico de la mujer y su niño. El impacto de la tragedia la había conmocionado de tal modo, que apenas si podía articular palabra, y los ojitos del niño eran el espejo del horror.

Poco a poco, con el calor de las mantas y el efecto de las bebidas calientes, todos se fueron recuperando, y la joven ?quien dijo llamarse Fátima? no dejaba de mostrar su agradecimiento a Tariq. Le confesó que el niño no era su hijo, que la madre era una de las víctimas, pero estaba dispuesta a ser su nueva madre y a darle todo el cariño que el niño necesitaba. El gesto de la mujer, que, sin ningún recurso, estaba dispuesta a criar un niño desamparado que no era suyo, conmovió de tal modo a Tariq, que, de inmediato, se ofreció para ayudarla a regularizar su situación.

Días después, Fátima y Lamin ?ese era el nombre que mamá dueña usaba para dirigirse al bebé, y que Fátima recordaba perfectamente?, eran rescatados por Tariq del centro de acogida para inmigrantes ilegales, con un contrato de trabajo de su empresa para ella.

Con frecuencia, los sábados por la tarde Tariq y Fátima, cogidos de la mano, pasean orgullosos por la avenida de las playas, mientras contemplan cómo sus hijos se divierten, improvisando juegos en los que Lamin, con su feliz sonrisa, es el centro de atención.

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