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“La luz de los ojos de madre guiará mi balsa serena y abismal”

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Los versos del único poema en el que el escritor Félix Francisco Casanova Martín (Santa Cruz de La Palma, 1956-Santa Cruz de Tenerife, 1976) alude a su madre, fallecida como consecuencia de un deterioro neuromuscular severo y progresivo en 1972, cuando el joven contaba con dieciséis años, constituye una de las proclamas más emocionantes de cuantas nos legó el poeta. No cabe mensaje más diáfano ni tierno: siguiendo el mito clásico de Caronte, la muerte serena del hijo sólo puede ser guiada por la luz de los ojos de la madre, a la espera en el otro lado de la orilla.

Conocí a «doña Inés», signo de respeto con el que la tratábamos los alumnos del Colegio Público Sector Sur de Santa Cruz de La Palma, en los pasillos del centro escolar. Corría como un descocido al recreo, esa media hora de expansión que escenificábamos en la plaza de Santo Domingo, prestada al colegio por el Ayuntamiento. A diferencia del resto de maestros y maestras, doña Inés no te pellizcaba, ni te pegaba aquel tirón de orejas que te cogía totalmente por sorpresa por desmedido. No te gritaba «¡Que no se corre, niño!», ni te amenaza con llamar a tus padres o llevarte derechito al director, don Germán González González.

Doña Inés contaba con otro método en una época (principios de la década de 1980), en la que todavía el castigo físico al alumno si era no norma ni prescripción, desde luego sí, privilegio del que algunos profesores se servían para hacernos entrar en vereda a los niños calificados de «inquietos», eufemismo con el que los mayores (en especial, las abuelas) ablandaron el síndrome de la hiperactividad. Lejos de manifestaciones de dominio o control mediante un remango, doña Inés se paraba delante de ti, se venía a ti, te ponía las manos sobre los hombros, luego acercaba la luz de sus ojos para ponerse a tu altura y, con una dulzura impropia por inesperada, te preguntaba dónde ibas tan rápido: «Ten cuidado, mira que te puedes caer o puedes chocar con los niños más pequeñitos. Tú no querrás empujar a otros niños, ¿verdad? Por eso, Víctor, hay que ir al recreo caminando».

Hoy como ayer, aquellas palabras se quedaron para siempre grabadas en mi memoria y, por más que la emocionante aventura esperada del recreo me hirviese la sangre y me impulsara a volar para no perder ni un minuto avanzando entre pasillos y escaleras, lo cierto es que el caminar sosegado a la hora del timbre se convirtió en pauta. Aquellos modos suyos —llenos de comprensión ante la realidad de las características de cada niño, pero sin perder la obligación del maestro de corregir las maneras inapropiadas que vulneran la libertad y el espacio de los otros— tenían que ver con un estilo, especial e innato, de entender el mundo que la rodeaba.

Años más tarde, reconocí a doña Inés como mujer del poeta Manuel González Plata, a quien tuve oportunidad de conocer, ya en el periodo del bachillerato, en un encuentro organizado por el Instituto El Pilar antes de renombrarse Luis Cobiella Cuevas. Desde entonces hasta hoy, su vínculo con su marido me mostró los extremos del amor y de la admiración mutuos que cada uno profesaba por el otro. Juntos a todas partes, ya fuera al festival de «versadores» que Manuel González Plata tenía que presentar en Tijarafe por las fiestas patronales de septiembre, ya a un almuerzo de confraternidad entre maestros del antiguo Colegio Sector Sur, acompañados con sus parejas.

La lección de amor de Inés Gutiérrez me trae sin duda aquellas palabras tan difíciles de cumplir de la doctrina de San Pablo, que dicen: «La caridad es paciente, es servicial […], es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca».

Difícil adiestramiento para quienes nacimos impacientes, interesados y crueles, para quienes vivimos en la vanidad del Instagram y del Facebook pregonando a los cuatro vientos si viajamos a Madrid y visitamos las cocinas del Palacio Real o nos tomamos un mojito en el paseo de la playa de Las Canteras. Inés Gutiérrez no necesitó nada para sí, excepto a su propia familia y a sus amistades. Generosa, incapaz de emitir un juicio crítico contra alguien, su paso por este mundo (que en nuestra tierra tiene la inevitable marca del refrán «En lengua palmera te veas») fue dado con los pies de la armonía, con las manos de quien regala sin esperar el pago y con los labios del beso y de las palabras dulces, comprensivas a la realidad del otro.

NOTA: La imagen que ilustra esta necrológica de Inés Gutiérrez Méndez ha sido realizada por su marido, Manuel González Plata. “Dice papá que esta foto de mamá es la única de su vida que le ha salido bien, de la que se siente orgulloso”, dice su hija Inés.

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