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Nadie hablará mal de ti cuando hayas muerto: a la memoria de José Luis Gutiérrez

7 de abril de 2021 15:30 h

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A todos nos ha dejado pasmados, espantados y sin saber cómo reaccionar la muerte repentina de José Luis Gutiérrez, nuestro fiel compañero de trabajo en el Centro Cultural José Pérez Andreu. Cuando Laura quiso darme la noticia a primera hora de esta mañana, no pudo. Sencillamente me dijo: «Víctor, sube. Aquí en medio de la calle no te lo puedo contar». Cuando subí las escaleras a tomar el café mañanero, me topé con Tere, nuestra compañera de la Concejalía de Fiestas, llorando sin consuelo. «Víctor, José Luis se murió anoche». «¿Qué José Luis?». «El nuestro, Víctor, José Luis el nuestro». «¿Qué dices?». ¡Qué bonitas las palabras de Laura y Tere: «José Luis el nuestro»! Sí. Porque, en efecto, José Luis era el nuestro. Rectifico, más exactamente, nosotros éramos de él, le pertenecíamos.

Pienso que nadie hay que haya hablado mal o pueda hablar mal en el futuro de José Luis. Y estoy convencido de que tan rara evidencia es un milagro en una ciudad como la nuestra, donde, a cada paso, el más pintado es puesto de vuelta y media en menos de nada, donde nadie, absolutamente nadie, escapa a nuestra extraña afición a la majadera maledicencia. Con razón ha quedado el célebre En lengua palmera te veas… dicho como deseo inquietante contra alguien en alusión al poder demoledor de nuestro vicio isleño más pernicioso. Por eso mismo, José Luis representa una inverosímil excepción a esta norma, pues con su forma de vida nos ha enseñado algo fundamental. Curiosamente, una vez más, esa lección nos llega de la gente sencilla, género al que José Luis Gutiérrez pertenecía. Su fama, entendida en el sentido clásico, como la memoria perenne más allá de la muerte, no pervivirá por los títulos universitarios, ni por el dinero, ni por el prestigio entre los grandes o sabios, ni siquiera por la honra. La fama que hará perdurar a José Luis nace de algo simple aunque excepcional: su amor llano. Su candor innato, su perfecto sentido de la armonía interpersonal y su empatía, consustancial a su personalidad y desde luego poco común.

José Luis nos cuidaba a todos. Del más grande al más chico. Enfrascado en sus obligaciones laborales vespertinas como conserje del Centro Cultural José Pérez Andreu, ayer mismo estaba tomando la temperatura al alumnado de las escuelas de Danza, Teatro y Folclore. Como todos los días. Sin aspavientos. Antes había dejado preparado el cortadito a Carlos de León y a Raquel Garrido, que a menudo se encontraban a primera hora a la entrada del Centro. Y hasta las diez de la noche, el trajín de todos los días: que si en un wáter del baño de las chicas se está saliendo el agua, que si se acabó el papel higiénico del baño de los chicos, que si la puerta del aula de Danza está encasquillada, que si falta una silla en Folclore, que se habían llevado por la mañana y no han devuelto todavía, que si se bajó el automático de la Biblioteca de Teatro («¿Otra vez…? ¡Siás…! Hay que llamar mañana a los electricistas. Yo me encargo»), que si una niña de las más pequeñas está esperando a que los padres pasen a recogerla y ya están dando las 5 y media y por aquí «ni pelo ni jumo»… José Luis, dotado del don de la omnipresencia, era capaz de atender todos los calderos. En ese sube y baja se enfrascaba toda la tarde. «¿Dónde está José Luis, que me dejé el cargador del móvil en el aula?». «¿Dónde está José Luis, para que me haga unas fotocopias?». «¿José Luis está? Es que tengo que llamar a mi abuela para que venga a buscarme».

A las Escuelas Municipales les va a pasar lo mismo que al Colegio Gabriel Duque Acosta cuando Francis Brito se fue para siempre. Sin José Luis se han quedado huérfanos. Sin su «buenas tardes», tronase, lloviese o el sol rajase, echando bromas, diciéndole a todo el mundo lo bonito o bonita que estaba con la ropa de ballet o con el peinado nuevo, picándose con unos y otros a ver quién contaba el chiste más malo, el menos gracioso, para troncharse juntos inmediatamente después. «¿Quién va a atender ahora a estos niños, José Luis?». «¿En qué manos van a quedar?». «¿Dónde encontraremos a ese cómplice, divertido, bueno y generoso conserje, siempre dispuesto a echar una mano, le correspondiese propiamente o no?

Quienes más años llevan trabajando con él lo echarán más de menos. Los compañeros de Cultura: Carmen, Malu, Luisa, Mary Luz y Nieves. Pero en Fiestas, aunque hayan llegado aquí más tarde, también. Si no, que se lo pregunten a Tere y a Marta o al mismo Toño, que lo conocía de antes. ¿Y nuestras «quelis» maravillosas? A Laura y a Yoli, ¿quién les pegará un susto de muerte por las mañanas, apareciendo de pronto de una esquina dando un espantón o descolgando un esqueleto por el balcón o soplándoles por detrás del cuello a las seis de la mañana? ¿Quién bajará de su casa a las tantas a buscar el dichoso ratón que se coló una mañana de febrero y alborotó las oficinas de Cultura? «¿Eso? Nada, un burgañito. Él se asustó más con los gritos de las chicas… ¡Qué va! ¡Dejaron azorado al animalito, el pobre». Por cierto, ¿quién va a encargarse de llevarle algo de comer a Fran y a Quique a la una de la madrugada, después de diez horas de trabajo a destajo en el teatro Circo de Marte para dejar listo el concierto de mañana? ¿Quién encontrará de prisa y corriendo una silla estilo isabelino que hace falta para un montaje que inauguramos la semana que viene? ¿Quién va a ir a buscar a la consejera de Patrimonio Cultural del Gobierno de Canarias al aeropuerto para llevarla a una reunión en el Ayuntamiento, darle un paseo después hasta Las Nieves, decirle dónde almorzar y conducirla, sana y salva y a tiempo, de nuevo al Aeropuerto a ver si puede salir antes para Las Palmas? ¿Quién nos mantendrá informados de las últimas novedades ocurridas en las Escuelas Municipales y en las concejalías de Fiestas y Cultura? ¿Quién nos contará los chismes de unos y otros con aquella gracia pícara tan suya para hacernos reír a mandíbula batiente aunque sea una mañana de lunes?

De camino al Mortuorio, Juanjo Neris me dijo: «Yo creo que no hay nadie en todo el Ayuntamiento que haya sentido más que el año pasado no haya habido Bajada. ¡Cómo sentía José Luis el trajín de la Bajada de la Virgen! Se desvivía». Hasta David De María, el cantante, lo sabía. Por eso, cuando en 2015 terminó su concierto en el Recinto Central, invitó a José Luis y a Conchi en el Cinnamon a una cena de mesa y mantel porque le había cogido cariño. ¿Cómo se puede apreciar a una persona que prácticamente no conoces de nada y con la que apenas has pasado ocho horas? ¿Ocho? Ni creo. Menos. Muchas menos. Por algo sería. David De María reconoció la eficiencia generosa, no afectada, sino sincera, de José Luis, que en su trabajo de chófer quería servir bien al cantante. No para dejar en buen lugar el nombre de La Palma, sino por un sentido del deber más allá de obligaciones laborales y de patriotismos de pacotilla. David De María debió sentir la pasión de José Luis por la Bajada, por la fiesta, por la gente, en cuyo conjunto David De María era uno más. Y el artista se lo agradeció como mejor pudo.

Los Reyes Magos se quedaron sin chófer y los niños sin José Luis, más «chico ruín» que los niños, alborotando a Sus Majestades para que parasen a saludar a los niños de la Barriada de Pescadores, a los de San Telmo y Timibúcar, a los de San Vicente de Velhoco… «¡Ah!, y a los que viven por la plaza de La Candelaria en Mirca también; bueno y a Miraflores hay que subir, por supuesto, que yo soy de allí». ¿Sube o baja la realeza de La Dehesa, José Luis?

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