Peligro de extinción

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La capital del reino está inundada de cotorras. Dicen los ciudadanos que son de origen argentino, aunque eso sea lo de menos. El problema es que ya no saben qué hacer con ellas. Fumigan los jardines, las cazan con redes y las arrojan a los basureros. Dicen que son una plaga y que por su culpa han desaparecido los gorriones del Retiro y de La Gran Vía. Una razón como otra cualquiera para exterminarlas. Al lado de mi casa hay un loro que constantemente está graznando y yo, con las mejores intenciones, he pensado en denunciarlo y en los peores momentos he pensado cargarme al loro, pero me han advertido: si te cargas al loro vas directamente a la cárcel porque SEPRONA ni te pide explicaciones; te coge y te detiene, y si es un loro africano, ni te cuento, porque están en peligro de extinción. Esto se los cuento para que lo usen como testimonio o por si alguien quiere darse por aludido y, de paso, y por si sirve de algo, aprovecho para aclarar que yo también soy africana y también estoy en peligro de extinción. Yo, y millones de seres humanos que hemos llegado a determinada edad que algunos consideran un descenso, una caída, una forma como otra cualquiera de ser molesto o inútil y que algunos próceres de la patria consideran razones suficientes para fumigarnos, apartarnos de las calles y condenarnos a muerte natural.

Y ahora llega la cuestión: ¿Quién me protege a mí de los loros, de los partidos políticos, de las epidemias y de los analistas del todo por el todo? ¿Quién levanta una mano para decir “basta, no los eliminen, que aún sirven para algo”? Porque, según parece, somos una verdadera catástrofe para la economía mundial: devoramos el erario público, llenamos de mierda residencias y hospitales, se nos olvida el nido, nos lo derriban o nos expulsan de él y, lo más sangrante, ya no saben qué hacer con nosotros. Y mientras ellos se siguen vacunando dejándome a mí fuera del cupo a punto de agarrar más de una epidemia, yo me entretengo en mi piso de 30 metros cuadrados viendo películas terroríficas donde se acerca el fin del mundo, nos invaden extraterrestres y nos arrastran mar adentro olas de más de veinte metros. A mi nieta mayor y a mí nos gustan esas películas. Debe ser una forma de limpiarse el alma o, quién sabe, igual es una manera de prevenirse y empezar a organizar la huida perfecta hacia un mundo donde todos somos tan buena gente que nos permiten sobrevivir a cualquier eventualidad sean tiburones, borrascas, serpientes descomunales o alunizajes en diferentes zonas del planeta.

En cualquier caso, de lo que si tengo alguna certeza es que nos invaden cuerpos extraños que van haciendo mutar nuestros cerebros. El pensamiento humano ha comenzado a sufrir esas mutaciones y ya nos empiezan a parecer normales lo que hace unos meses (ya no digo años) nos hubiera parecido un disparate. Corren ríos de tinta sobre el tema y todos andamos huyendo para no tropezarnos con esas especies tan invasivas. Los jóvenes corren de un lado a otro como búfalos en estampida y se enfrentan a animales mucho más salvajes que ellos; los guardias de seguridad atracan aquello de lo que están encargados de vigilar y proteger, los políticos se cargan las leyes que ellos mismos promulgaron y alteran el orden natural de los acontecimientos que semanas antes habían jurado preservar; las madres abandonan a sus hijas o las ofrecen en sacrificio a sus padres como si de viejos rituales se tratara. El orden suena a ofensa, la bondad a ironía, el daño a compensación obligatoria.

Nada parece ser normal. Las radios, las televisiones, los teléfonos y todo lo que se encarga de transmitirnos algo de luz parecen haberse puesto de acuerdo para convertirse en pura amenaza. Llueve sal y azufre en países lejanos, terremotos cerca de casa, inundaciones en el pueblo, rayos y truenos en las colinas cercanas. Vuelan pájaros misteriosos por encima de las azoteas y mis vecinas gritan canciones en una lengua desconocida para los mortales. Cunde el miedo y todos cierran las contraventanas al anochecer. Mi nieto más pequeño canta villancicos con ritmo de rock and roll y los perros aúllan en cada golpe de su imaginaria guitarra eléctrica. Un mal final para tantos años de sacrificio intentando ordenar la tierra para ver los frutos que nos deparaba el futuro. Pierdo las fuerzas lentamente. Soy consciente de mi extinción, de mi poca fuerza para volar, del tamaño menudo de mis alas, del temblor de mis patas al intentar posarme en los aleros de las casas. Pero, a pesar de todo, lo sigo intentando y sigo luchando contra tantas especies dominantes que intentan hacernos desaparecer.

Elsa López

14 febrero 2021

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