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Lecciones de un hecho disruptivo

Hotel de Adeje en aislamiento por casos de coronavirus

Juan Manuel Bethencourt

Santa Cruz de Tenerife —

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La epidemia de coronavirus es el evento global más disruptivo en el planeta Tierra desde el atentado contra las Torres Gemelas en septiembre de 2001. Disruptivo en lo sanitario, obviamente, pero también en lo económico, lo mediático y lo sociológico. Estamos ante un corolario de todos los cambios que ha experimentado el mundo en las últimas décadas, y se nos aparece así, con toda su crudeza, capaz de afectar tanto a Singapur como a Hermigua, demostración por tanto de que no hay lugar en el que escondernos. En algunos aspectos supone también una gran enseñanza. Veamos algunas lecciones.

La OMS (y los chinos) tenía razón. La epidemia de COVID-19 ha conocido diferentes estadios hasta alcanzar este momento, punto de inflexión hacia la contención o la pandemia. Desde la negación inicial al pánico (bastante relativo, por fortuna) encontramos todo un catálogo de percepciones. Confundido en las primeras fechas de expansión del virus, el Gobierno chino se rindió rápidamente a dos evidencias: la existencia del mismo y la necesidad de adoptar medidas muy expeditivas para contenerlo, siempre con el respaldo de la Organización Mundial de la Salud, que actúa como hermano mayor de todo este proceso porque es la misión que tiene encomendada. Cuando el coronavirus aún no había saltado a Europa nos encontramos de repente con imágenes fantasmales en la ciudad origen del brote, la hasta entonces desconocida Wuhan (ejem, 11 millones de habitantes). El toque de queda impuesto por el Gobierno chino, afectando a decenas de millones de residentes en la zona cero del contagio y sus alrededores, ha resultado providencial pese a lo expeditivo de su proceder. O precisamente por ello. Es un mensaje claro y aplicable a lo ocurrido en Canarias, sobre todo con el aislamiento del hotel H10 Costa Adeje. Y el mensaje es el siguiente: en caso de duda, no te quedes corto, actúa con tanta determinación como sea necesaria. Eso el Gobierno canario lo ha hecho bien hasta el momento, y sería un error bajar el listón de autoexigencia al respecto.

Lo multilateral funciona. O sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Sólo el 25% del presupuesto de la OMS procede de fuentes públicas, básicamente gobiernos del mundo desarrollado. Los donantes más importantes son los grandes filántropos, con la fundación de Bill y Melinda Gates a la cabeza (195 millones de dólares anuales), así como las multinacionales del sector farmacéutico, un hecho que obviamente puede condicionar las prioridades de la organización. Hay aportaciones irrisorias, como la de España, ligeramente por encima de dos millones de euros para un presupuesto global de la institución levemente superior a los 4.000 millones (de dólares, en este caso). Es muy poco para ejercer como vigilante de la salud a escala planetaria, y sin embargo esta clase de sucesos nos demuestra que lo multilateral funciona. No es que funcione, es que es necesario en un mundo hiperconectado, en el que los muros físicos ya no tienen validez alguna. Por el momento hay pocos episodios de violencia y rechazo a colectivos especialmente afectados por el COVID-19, sean estos asiáticos o italianos. La Unión Europea se ha mantenido firme en el mantenimiento de la libre circulación, aunque no es seguro que este axioma pueda ser mantenido. Italia, el Estado de la UE que peor lo lleva, ya se plantea bloquear a 16 millones de habitantes que a su vez representan la cuarta parte de su Producto Interior Bruto. La amenaza del coronavirus nos enseña que ir por libre es inútil y es un error. Dicho queda, la globalización tiene sus reglas y cada cual tiene que asumir su responsabilidad. Lástima que no lo hagamos con una amenaza mucho más cierta y disruptiva, como es el cambio climático.

Que el Gobierno central se ocupe. Llegados a este punto, urge una mirada sobre la incidencia del coronavirus en el alborotado patio de la política española. Y estamos asistiendo a una lección muy pedagógica, en la que los particularismos autonómicos ceden ante un pragmatismo que sitúa el altavoz en la Administración del Estado, o sea, en el por lo general invisible Ministerio de Sanidad. Los sistemas sanitarios autonómicos coordinan estrategias y comparten experiencias cada cual en su situación. Canarias abrió brecha con turistas infectados, Madrid padece la incidencia del virus en residencias de ancianos y a Euskadi se le ha metido el bicho en su personal sanitario, con los graves problemas que ello conlleva. Murcia ha dado la nota con un lamentable alegato de su Gobierno (sí, el del PP y Ciudadanos sustentado por Vox) en el que mezcla la ausencia de casos con el victimismo en las infraestructuras. Sea como fuere, y tras el afán inicial de cada comunidad autónoma por asumir la portavocía en su situación particular, todos han optado por entregar el testigo al hermano mayor, esto es, al hierático ministro Salvador Illa (cuánto se agradece un político hipotenso en esta tesitura) y al director del Centro de Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, que es algo así como el Federico Grillo del COVID-19, un técnico omnipresente en las pantallas de televisión de toda España (territorios separatistas incluidos), un tipo que da la cara y no se anda por las ramas, que nos tranquiliza precisamente por contarnos la cruda realidad e incluso reconocer sus errores, para demostrarnos que el combate contra una epidemia grave no tiene ideología ni admite hechos diferenciales.

No hay sitio para la mezquindad. El impacto económico del coronavirus está aún por evaluar, pero será muy importante, tanto como para condicionar las políticas a escala global y regional durante todo este año y el próximo. Se habla de un billón de dólares como saldo final, con turbulencias ya manifiestas en los mercados (caídas históricas en las bolsas de todo el planeta) y afección severa a los “colectivos de riesgo” del ecosistema económico: líneas aéreas, empresas turísticas, fabricantes de automóviles y tecnológicas con dependencia de componentes fabricados en China. Para Canarias es una pésima noticia que atañe a toda la sociedad, y no sólo a la clase empresarial. Esto es importante dejarlo claro, y más en la medida que el Gobierno canario se plantea, en una medida audaz a la que habrá que dar forma para no convertirla en un dispendio inútil, exceptuar la regla de la estabilidad presupuestaria y utilizar fondos de su superávit para contener el impacto del COVID-19 en la economía insular. Es entendible el mensaje de la patronal hotelera canaria al reclamar a los residentes en las Islas un compromiso con la economía endógena para ocupar las plazas que los visitantes foráneos dejarán libres en los hoteles canarios durante esta primavera y quizá el verano. Es entendible aun en la certeza de que durante los últimos años esos mismos hoteleros, amparados en el auge del mercado internacional, han subido precios hasta convertirlos en inasequibles para una población autóctona con salarios por debajo de la media estatal y europea. Lo que no tiene un pase es pronunciar a las primeras de cambio una palabra maldita y hasta desconsiderada en un momento como el que estamos viviendo: despidos. Es un error de bulto que quiebra una regla elemental que la sociedad canaria ha hecho suya en las últimas semanas: estamos juntos en esto. Los grandes empresarios y directivos del sector turístico canario tienen cerca el ejemplo de buen proceder: son los trabajadores del H10 Costa Adeje.

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