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La gran decisión

La gran decisión. Foto Pretexto

Leandro Betancor Fajardo

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Poco se habla de los lectores de trono. Somos muchos y el mercado aún no prestó la atención que debiera a este cada vez más numeroso grupo de población que concentra muchas de sus horas semanales sentado en el asiento más incómodo de la casa. 

Mi experiencia temprana como lector de trono comenzó en la niñez. Buscando el tiempo y el lugar para evadirme, para esconderme de otras obligaciones y deberes que la vida de niño tiene. En esos años la lectura se convirtió en un hábito asociado directamente al buen funcionamiento de mi aparato digestivo. Y así, con el tiempo, no sólo adquirí la costumbre de llevarme un libro al baño sino que, además, desarrollé al mismo tiempo la imaginación que conservo en mi vida adulta -y la almorrana que cronificó al tiempo que Italo Calvino me mostraba “Las ciudades invisibles”… pues ese era libro que leía cuando esta se manifestó por vez primera-. 

Pero fue Julio Verne, a mis once, quien me hizo pensar que el “Viaje al Centro de la Tierra”, igual, empezaba por aquel agujero que, en mi delirio, podría llevarme directamente al núcleo del planeta. 

Allí me hice las mismas tempranas preguntas que Matilda y Mafalda se hacían en las páginas de Roal Dahl y Quino. Allí viajé como Atreyu a lomos de Fújur en busca de la Vetusta Morla, mientras pensaba, sonriendo, que la verdadera “Historia interminable” era la mía en aquel baño… con mi hermana aporreando la puerta. 

A los libros se le fueron sumando las revistas, el periódico o el catálogo de ikea del año en curso, que siempre estaba en un cesto junto al excusado. Era evidente que esto era algo de familia. Estoy convencido de que hay más catálogos de ikea en los baños de España que Biblias en las mesas de noche de moteles de toda Norteamérica . 

Nunca tuve reparos de leer en cualquier baño, ya fuera un avión, un bar o una pensión de Tánger donde sólo había un agujero en el suelo. Y si acaso, fuera de casa, no tenía un libro a mano era fácil entretenerse leyendo las pintadas en las paredes de tantos bares. Recuerdo una en particular en el que la risa provocada al leerlo tuvo un efecto laxante. Fué en una gasolinera a las afuera de Cádiz. En grueso rotulador negro se leía “Mi marido me sigue a todas partes”, y debajo en fino bolígrafo azul: “No lo crean, es una neurótica. Yo no la sigo”…

Recuerdo un viaje en el que, ensimismado en la lectura de “Un Tal Lucas” de Julio Cortázar, abusé inconsciente de aquel hábito y robé el tiempo y la paciencia de medio pasaje del avión que, al verme salir de aquel cubículo, me insultaba mientras volvía a mi asiento. Tal era la vergüenza que a mitad de esa cola yo mismo empecé a insultar al tipo que llevaba allí tanto tiempo y que aquellos que no me habían visto salir del baño ignoraban que fuera yo. 

En uno de aquellos cuentos de Cortázar el tal Lucas relataba el apuro por el que pasó en casa de sus suegros al ir al baño con muchas ganas de hacer de vientre al darse cuenta de que el mismo se encontraba en mitad del salón y de cómo se las arreglaría para disimular el estruendo de su evacuación. El amigo con el que volaba en aquel viaje me dijo que mi carcajada se escuchó en las primeras filas. 

Estos días andamos viendo Valeria y yo todo lo que vamos a poner en la casa que recién compramos y he dejado que sea ella la que tome todas las decisiones… excepto una: seré yo quien decida finalmente en qué parte del baño colocaremos el piano… porque, al igual que yo, ella tiene claro que el trono de nuestro baño a buen seguro para sí lo quisieran los Lannister y los Windsor y los Borbones. 

Y detrás del mismo no habrá espadas, ni coronas, ni cuentas en paraísos fiscales. Habrá libros….

…Porque si leer nos hace libres, liberar nos hace más. 

Hemos encargado un sello de caucho para nuestro Ex Libris… y es para cargarse de risa. 

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