PERFIL

Fidel García, operador de cabina de la Filmoteca de Cantabria: “Ahora, en un día, aprendes lo que antes era un oficio”

Diego Cobo

Santander —

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El hombre que saluda en el umbral de la Filmoteca de Cantabria tiene las manos en los bolsillos y los ojos embadurnados en miles de películas. La luz primaveral se consume afuera, pero en su guarida no entra el sol ni el ruido ni el tamborileo de la lluvia, solo los gritos de unas escenas que en la pantalla se vuelven demasiado reales. La cita con el hombre que estrecha la mano y ahora sube las escaleras del antiguo cine Bonifaz de Santander comienza con la misma naturalidad que había adelantado por teléfono una semana antes (“Ven cuando quieras, que no me voy a maquillar”) y esa fina rebeldía ante el rumor de que se va a jubilar. “Qué manía”, dice él, “si a mí todavía me quedan dos años”.

Cuando Fidel García cruce los 65, se despoje de su chaqueta negra oficial y deje de proyectar películas en la Filmoteca de Cantabria, sin embargo, seguirá saciando la sed de sus pupilas desde alguna de las 170 butacas de la sala santanderina. Por supuesto. “No tiene nada que ver estar en la cabina o en la sala. Es como los camareros: no es lo mismo estar delante o detrás de la barra”, justifica Fidel.

El suyo es un oficio que ya apenas existe y al que se subió en la última llamada. Era 1985 y aún había profesionales cuyo título lo despachaba la asociación de operadores de cabina, así que a Fidel le dieron un libro y se fue a Madrid para examinarse y poder ascender por la jerarquía (ayudante de cabina, operador, jefe de cabina) del gremio. Pero aquel viaje no dio sus frutos porque ya no se hacían exámenes. Entonces cogió sus bártulos y se volvió a Santander, donde comenzó a trabajar en el cine Coliseum.

Han pasado 38 años desde que aquel joven que se inició como utilero de teatro pusiera su primera película, y ahí —aquísigue, en una alargada y estrecha sala de proyección recalentada por los 4.000 vatios de la lámpara de un proyector y adornada con carteles de Casablanca, Tiburón, Taxi Driver, Jackie Brown, Centauros del desierto, El milagro de Candeal, The Artist, Pulp Fiction, Mujeres al borde de un ataque de nervios, El padrino, El gran dictador o La naranja mecánica, entre otros.

A veces se llega a los pies de un cinéfilo con la idea de escuchar escenas pergeñadas por Truffaut, Godard, Bergman, Kurosawa o Fritz Lang y se acaba encontrando a un hombre que te estrecha la mano, te abronca al sugerirle que se va a jubilar y desgrana sus pasiones cinematográficas. A Fidel le gustan las películas de terror e Indiana Jones. No ha visto esas del coche, “que son como diez, ¿eh?”, en referencia The Fast and the Furious. Adora Ben-Hur y La guerra de las galaxias. “Las de acción de superhéroes ya no”. Los diez mandamientos y los musicales están en su altar. A las de vampiros ni se asoma, “evidentemente”. ¿La comedia? “Impepinable”. Se durmió durante la primera entrega de El Señor de los Anillos a la una de la madrugada y vio Blade Runner en Barcelona en 1982. Ha logrado proyectar Chitty Chitty Bang Bang las pasadas navidades, una película que le pellizcó el alma con ocho años. El anterior director de la Filmoteca también escuchó su sugerencia y le concedió proyectar Lo que el viento se llevó. A Fidel, además, le gusta la ciencia ficción y no acaba de entender por qué el cine español suele naufragar, desde el ciclo de Buñuel que descorchó la inauguración de esta sala en 2001 al de Berlanga de 2019.

Hace 40 minutos que ha comenzado una película turca de los años 60 en blanco y negro; algo menos esta conversación. Fidel ojea continuamente la sala del proyector, y emplea los siguientes 60 minutos en vigilar la pantalla, bajar al sótano donde guardan algunas películas en bobinas, como Primos, recordar sus inicios, honrar los buenos tiempos y lamentar los malos. “El cine, para mí, es esto: 35 milímetros. Lo otro, ya…”, dice. Pero lo que él llama cine es ya una excepción.

Las películas digitales acabaron por colonizar la industria hace una década, aunque las filmotecas y cineclubes resistieron con películas analógicas que cada vez les cuesta más conseguir en distribuidoras. Él no niega la calidad del cine digital, pero la nostalgia de aquel niño que echó los dientes entre películas de El Zorro y Joselito en el cine de la santanderina calle Cervantes le mantiene atado a ese universo. No hay nada, ni las potentes lámparas de xenón del proyector digital ni la última tecnología led, que pueda vencer a lo que él llama “cine”.  

En la Filmoteca, ahora rebautizada en honor al cineasta Mario Camus, hay un proyector digital y otro analógico, con su ruleta de lentes que proyectan, según los formatos, en 1,85, en 2,35 en 1,33, en formato cuadrado y en 1,66. Pero la mayoría de títulos están digitalizados y las labores de empalme, revisión del sonido y montaje en una sola bobina se ha sustituido por un disco duro o un enlace para descargar el archivo. “Ahora, en un día, aprendes lo que antes era un oficio”, se apena.

Hay meses que tiene la fortuna de proyectar varias películas en analógico, aunque luego se pueden encadenar semanas donde no vuelve a ver una sola bobina. Los viejos trabajos de rollos esparcidos, olor a acetona, prisas de última hora por el retraso del repartidor y el sonido de carraca del proyector ya solo brillan en el recuerdo que esta tarde puede paladear antes de desmontar la última película analógica. Al acabar el filme turco, entonces, coloca un rollo de 35 milímetros en el proyector, lo enciende “y ahora ya…”. Un estruendoso ruido satura el espacio; es un constante martilleo que se incrusta en el cerebro.

—¿Por eso llevas tapones?

—Son audífonos —corrige él—. Imagínate en el cine Coliseum, era este ruido por tres proyectores.

Al apagar el aparato, el descanso es colosal. Fidel desmonta la inmensa rueda y la coloca en la mesa de montaje, donde va quitando el celo, sigue anhelando el viejo mundo y acaba introduciendo los más de 3.000 metros de película de las siete bobinas en un viejo saco “ininflamable” y lanza su enésima muestra de nostalgia: “Así ha venido el cine toda la vida”.

Cine para minorías

Fidel dice que la filmoteca es para minorías. El silencio sepulcral, los títulos cuidados, los ciclos extraños y siempre el respeto al espectador. En más de 20 años de vida en este espacio, solo ha anulado la sesión dos veces, ya que incluso ha proyectado la película cuando había solo una persona. El cine es un derecho. Ese público de filmoteca, más mayor, más exigente y más nostálgico, dice Fidel, que sonríe incluso cuando una película analógica aparece algo deteriorada. Ese ligero movimiento en la proyección de los rollos, los empalmes de las cintas o incluso el pequeño rayón en un fotograma es bienvenido. “Pero que se ven muy bien, ¿eh?”, defiende.

Tras el cierre del Coliseum en 1999 y una pequeña experiencia en los cines Pereda de Torrelavega, se ofertó la plaza de operador de cabina en la Filmoteca de Cantabria, a la que él aspiró. En 2001, dice chasqueando la lengua, le tocó la lotería: “Esto es una maravilla. Ver películas de toda clase y todas las épocas en versión original es una maravilla”. Pero todo, vuelve a insistir, ha cambiado. La pandemia también ha trastocado el consumo de películas en el cine y reducido el número de sesiones entre semana. “La manera de ver películas ha cambiado y, desde la pandemia, ha pegado un bajón brutal. En las sesiones de noche, las salas están vacías. El cambio es brutal”. Y eso que Santander, dice, fue cinéfila. Ya no: las salas de 1.500 y 2.000 butacas, como las del Capitol y el Coliseum, los estrenos en los que tenía que bajar de la cabina para ayudar a cortar las entradas y las sesiones de última hora han dado paso a botes de palomitas, butacones e incluso cenas que sustituyen el puro placer del cine.

Esa constelación de cines desperdigados en la ciudad que fueron desapareciendo mantenían un pulso que el proyeccionista mantiene con viveza a pesar de que hubieran desaparecido cuando él nació. Porque en Santander, dice, llegó a haber 14 o 15 salas que él sabe ubicar, desde el salón Pradera, el Pabellón Narbón, el cine Mónaco o Alameda, al Sotileza o el Teatro Pereda. El desarrollo urbano, el fuego que consumió el Liceo o la demolición ha dejado a la capital cántabra en una orfandad de edificios clásicos de cines y teatros. La estrategia de Fidel, pues, ha sido replegarse en ese pasado que tintinea en su biografía o en los archivos que suele rebuscar en la biblioteca. Sabe que el Capitol, por ejemplo, se reabrió en 1980 con Fuga de Alcatraz y cerró un jueves de 2002 con Minority Report.

Pero la vida también tiene sus carambolas y quiso que él viviera junto al Capitol, al que considera mejor cine, hoy reconvertido en un supermercado en el que se deja caer y, en lugar de estantes atiborrados de latas y detergentes, ve las salas del cine. “Pero eso”, se disculpa, “ya es cosa mía”. Quizás, sí, sea cosa suya habitar cines decorados con cortinas y mucho oficio. Lo llama “esencia del cine”, sustituido por salas negras y en grada, todas iguales. “Las películas se ven muy bien”, admite, “pero ha perdido la magia de las salas”. Él prefiere el íntimo refugio desde el que manosea los rollos, apaga las luces y el martilleo del proyector le asesta el enésimo golpe en su oscura madriguera: “Esto es una gozada. Las cabinas de los cines eran zulos: los operadores estaban alcoholizados o estaban locos”.

Una biografía singular

En las más de tres décadas de profesión, Fidel ha participado en ciclos extravagantes y ha proyectado películas infinitas. Se ha divertido. Se ha aburrido. Recuerda con cariño (era el cine, era su cine) un maratón en el Coliseum que empezó a las cuatro y media de la tarde y terminó a las siete de la mañana en las que los espectadores no podían salir y jugaban a las cartas en las escaleras cuando no les interesaba alguno de los títulos con el bocadillo en la mano mientras los proyeccionistas abrían botellas de champán.

Las más de dos décadas en la Filmoteca de Cantabria, levantada en el mismo lugar que se comenzaron a proyectar películas en 1929, también le han dado a Fidel experiencias excéntricas e iniciativas originales, desde proyecciones de cine mudo con piano, como Nosferatu, o un vertiginoso ciclo de cine indio o la reciente proyección de Samsara, una película “muy mística” en la que los espectadores tenían que cerrar los ojos durante 15 minutos. Ahora se prepara para lo que vendrá en breves con la L’ Amour fou, un ladrillo romántico de más de cuatro horas.

Él justifica este tipo de elecciones. “Lo que pasa es que las filmotecas tienen que ser más raras”, dice, aunque también entiende que en Santander no pueda limitarse únicamente a un cine tan singular como en Madrid, donde además cultivar un archivo, una cuenta pendiente en Santander, han pasado películas como El E.T.E. y el Oto, una parodia de E.T. de los hermanos Calatrava cuya puntuación en Filmaffinity es de 2. “Pero puede hacerlo en una sesión de cine friki y poner películas infumables, que se han puesto aquí alguna”, argumenta. Otras veces, las rarezas le han jugado malas pasadas que han pasado desapercibidas, como aquella vez que montó una película japonesa, quizás de Yasujirō Ozu, con instrucciones que no entendió. Durante la tercera proyección, el profesor Antonio Santos, especialista en cine japonés, le dijo que había cambiado el orden de los rollos. Pero después de advertirle, le dijo que estuviera tranquilo: esas cosas también pasaban en el festival de Cannes.

La digitalización facilitó el trabajo y eliminó errores de montaje y fallos en los fotogramas. Pero al mismo tiempo hundió el oficio y golpeó los planes y gozos de Fidel, que tuvo que reconvertirse. “Me costó un poco. Es olvidarte absolutamente de todo y empezar de cero, el vocabulario, los sistemas. No tiene nada que ver”, reconoce. Porque ese universo de rollos “ininflamables” y ruido de carraca le ha otorgado demasiadas satisfacciones. El cine de verano ambulante que, durante un puñado de veranos, proyectaba películas en los pueblos más recónditos de Cantabria es una de las experiencias más gratas que recuerda. Los vecinos llegaban en tractor hasta la pantalla hinchable, como en Lamasón, o le decían, como aquel niño de Vega de Pas, que si no salían vacas en la pantalla no iría nadie. Pero los vecinos iban y disfrutaban de proyecciones que Fidel manejaba desde la cabina de un camión. Son los breves consuelos de quien ve derrumbarse su mundo y trata de salvarse.

A la Filmoteca también vienen colegios a quienes este viejo Totó, el niño de Cinema Paradiso, les suministra su pasión por el cine. A los alumnos trata de evangelizarlos en el cine a través de algún cortometraje de Buster Keaton durante sesiones que acaban derramándose en carcajadas compartidas mientras él maldice, por lo bajo, cómo las plataformas digitales están sustituyendo a esa experiencia “mágica” que otorga el cine. “Los niños no tienen oportunidad de ver una película de Charlot ni en la tele”, lamenta. Son pequeñas dosis de esperanza a las que se aferra tras los sucesivos naufragios de las salas, la digitalización y ese conglomerado de experiencias añadidas —butacones, palomitas, cena— que ensombrecen el poder del cine.

El “un, dos, tres” que sincroniza con Laura, su compañera en la cabina, para apagar las luces desde un interruptor es una maniobra desfasada en cines donde la tecnología enciende el proyector, apaga las luces sola y cierra las puertas. No es extraño, así, que Fidel vuelva a sentenciar que “la profesión desaparece”, aunque en algún momento tira del hilo y trae ese pronóstico al presente: “Ya no existe”. Él es un superviviente que acabó trabajando donde quería, en el cine, sin saber que existía un oficio hoy amenazado por películas en televisiones, en teléfonos (“una aberración”) y refritos. Él, por su parte, trata de predicar con el ejemplo: cuando los campamentos de verano van a la filmoteca y proyecta Tiburón, muestra una sonrisa burlona al saber que esas sensaciones vencen cualquier otra. Es la mejor defensa que lanza en este mar de amenazas. Fidel, como Aute, tiene la respuesta: “Más cine por favor”. Pero entonces deja una breve pausa y matiza: “Pero cine en el cine”.