Arqueólogos contra detectores de metales: la guerra del expolio

Rosa Gil

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El grupo de arqueología Roman Army terminó, hace pocos días, su campaña de verano en Sasamón (Burgos). Celebraron el logro de conseguir datar el asedio romano al poblado turmogo de Cerro de Castañedo pero no quisieron dejar pasar la visibilidad de su hallazgo para lamentar, amargamente, la injerencia de los detectoristas. Así es como se conoce popularmente a aquellas personas que, detector de metal en mano, expolian los yacimientos y sus alrededores en busca de tesoros. Los arqueólogos los llaman toperos —por los agujeros que hacen— o piteros, por el sonido que hace el detector cuando encuentra algo.

“Si alguien encuentra un proyectil y se lo lleva, esa persona borra un trozo de historia”, advierte el profesor de Arqueología en la Universidad de Salamanca José Manuel Costa, integrante además de Roman Army. “Cuando un proyectil aparezca en un lugar concreto, nos informa de dónde estaba el campo de batalla, dónde podía estar el punto de tiro, las tropas… Al llevárselo, perdemos mucha información irrecuperable”. Marta Chordá Pérez, arqueóloga e investigadora de la Universidad de Zaragoza, coincide: “Una moneda solo es una moneda; pero en un yacimiento, puede ser la clave para saber si unas ruinas son de un periodo o de otro”.

Crónica de un expolio

Chordá, especialista en la España celtíbera, habla con conocimiento de causa. Dirige la excavación del yacimiento celtíbero de Aratis (Aranda de Moncayo, Zaragoza), escenario de un mediático caso de expolio y recuperación. “En Aratis —explica Marisancho Menjón, directora general de Patrimonio Cultural de Aragón— había una concentración extraordinaria de objetos de metal, y varias personas con detectores esquilmaron todo. Se han recuperado más de 9.000 piezas, incluidos siete cascos; pero los expoliadores destruyeron el terreno donde estaban, así que ahora no podemos saber por qué había allí tanto metal. ¿Era una fundición metalúrgica? ¿Tumbas de guerreros? ¿El escenario de una derrota bélica? Esa información se ha perdido irremediablemente”.

El expolio de Aratis empezó a finales de los años 80, y en los 90 algunas piezas fueron examinadas en un museo alemán (que dio la alarma a la Interpol, ya en 1990). El coleccionista alemán Axel Guttmann adquirió una parte de aquellas piezas y a su muerte, cuando sus herederos las pusieron a la venta, fue cuando las autoridades empezaron a movilizarse. En 2013 se detuvo a los expoliadores. Los siete cascos —se cree que había más, y que el lugar del que los expoliaron era una necrópolis— fueron entregados por el museo francés de Mougins al conocer su origen ilícito. A finales de 2021, el Museo de Zaragoza recibió y expuso al fin los cascos recuperados. El próximo mes de octubre inaugurará una muestra sobre el expolio y recuperación de estas piezas, y acaba de empezar en Aranda la segunda campaña de excavación. “El yacimiento estaba bastante esquilmado, pero solo en los niveles superficiales —dice Chordá—. El año pasado descubrimos parte del torreón, que domina el yacimiento, y este año intentaremos determinar su planta y terminar de excavar los niveles arqueológicos, que ya empiezan a dar materiales interesantes y datables”.

Una afición viral

¿El caso de Aratis nos ha enseñado algo? Es difícil decirlo. A pesar de todo el revuelo mediático, el yacimiento no fue declarado Bien de Interés Cultural —lo que aumenta las sanciones por expolio— hasta 2016. El principal expoliador, Ricardo Granada —que llegó a usar una excavadora en el yacimiento—, murió antes de que el Tribunal Supremo dictara sentencia; el otro, Mariano Ostalé, que ‘restauró’ con un soplete algunos de los cascos, fue condenado a un año y nueve meses de prisión.

Y lo cierto es que vivimos un bum del detectorismo. Aunque no hay cifras oficiales, tiendas como Eurodetection e Ibérica detectores coinciden en que las ventas de detectores de metales han aumentado entre un 10 y un 15% en los últimos meses. Algo han tenido que ver las redes sociales, que han sacado a la luz una afición que hasta hace poco se llevaba desde la discreción y que, aseguran desde estos puntos de venta, no tiene por qué ser ilícita. “Es un hobby muy bonito, activo y al aire libre, y con el que muchas veces los aficionados hacen una gran labor de limpieza del campo”, asegura Carlos Padilla, de la tienda Eurodetection. “Consiste en detectar objetos que la gente ha perdido, no tienen por qué ser monedas antiguas. Tenemos un cliente que se compró un detector para localizar en el cortijo donde se había criado, y encontró el costurero de su abuela… Y si te encuentras una pieza antigua, hay que avisar a las actividades competentes. Para salir al campo con un detector tienes que ir muy bien documentado”.

Desde esta tienda señalan que, de hecho, el marco legal es una preocupación habitual de los aficionados. “La pregunta más frecuente cuando alguien compra un detector es qué es lo que no se puede hacer. Quien hace algo ilegal no nos lo dice, porque lo perseguimos mucho: al fin y al cabo, cuanta más actividad ilegal, más coto se le pondrá a esta afición y menos detectores venderemos”.

Francesc Gómez, secretario de la Federación Española de Detección Deportiva, está de acuerdo: “Desde luego que hay expoliadores, pero esos no pasan por la Federación, porque para ello hay que firmar un código de responsabilidad, dar unos datos, comprometerse a seguir nuestro código ético. Y el que busca beneficio económico no está dispuesto a dar el menor dato sobre sí mismo, ni a comprometerse a unas reglas. La clave es regular, y tengo amigos arqueólogos que están a favor de hacerlo. Pero luego están los ‘arqueotalibanes’, que nos llaman a todos expoliadores. Y no es lo mismo, igual que no es lo mismo un furtivo que un cazador con licencia”.

El marco legal es, de hecho, una realidad compleja; la protección del patrimonio histórico, cultural y artístico es una competencia autonómica, y la normativa varía mucho: Andalucía y Valencia, las más estrictas, prohiben los detectores de metales en el campo excepto para uso arqueológico debidamente autorizado. En el ámbito nacional, hay zonas vetadas: yacimientos arqueológicos, reservas naturales, zonas con bienes de interés cultural, parques nacionales, castillos e iglesias (junto con un perímetro de dos kilómetros a su alrededor), terrenos privados… Y existe la obligación de comunicar el hallazgo de objetos antiguos.

“Pero ese marco legal —dice José Manuel Costa— no cubre toda la casuística. En muchos sitios es legal que alguien se meta con un detector en un yacimiento que aún no está catalogado, o que la Administración no quiere catalogar porque tiene otros intereses. Lo moral y lo legal son cosas diferentes; lo moral deriva de la formación y la sensibilidad”.

Hallazgos ¿casuales?

La ley, por ejemplo, ampara el “hallazgo casual” y ahí es donde se refugian muchos detectoristas desaprensivos, como bien sabe Marta Chordá. “En mi comarca, Molina de Aragón (Guadalajara), cada dos por tres me dice alguien que se ha encontrado alguna cosa de interés. Y con alguno que ya conoces sabes perfectamente que no es un hallazgo casual. Pero como no los pilles con las manos en la masa, es muy difícil que se materialice una sanción”.

En Asturias, la proliferación de “hallazgos casuales” en los últimos meses ha llevado a la Administración a tomar cartas en el asunto, como indica Pablo León Gasalla, director general de Cultura y Patrimonio del Principado de Asturias. “A comienzos de 2022, casi cada semana había entregas a distintos museos de objetos encontrados con detectores”, dice. Algunos de aquellos hallazgos eran espectaculares, como las 17 hachas de la Edad de Bronce que encontró un aficionado en Langreo. Pero aquello era un indicio de que se estaban haciendo prácticas arqueológicas no autorizadas.

El Principado creó un grupo de trabajo con el objetivo de frenar el impacto del uso de detectores en el patrimonio arqueológico. En Asturias vive, precisamente, uno de los influencers más conocidos del detectorismo, Virgilio García, que cuenta con 3,95 millones de suscriptores en su canal de YouTube. “García podría aprovechar sus muchos seguidores para inculcar buenas prácticas”, dice León Gasalla. “Es preocupante que se divulgue el uso de los detectores sin tener en cuenta las precauciones y limitaciones que existen. Eso sí, en este grupo de trabajo hemos contactado con las organizaciones de detectoristas, para ver sus propuestas”.

Francesc Gómez asegura que ese es el camino, y que la federación está dispuesta a trabajar en cada mesa donde se debata al respecto; y detalla sus propuestas, que ha compartido con el grupo asturiano e incluso con la Presidencia del Gobierno: “Tiene que haber una regulación. Nosotros sugerimos una app a la que tengan acceso los aficionados, la Guardia Civil y la Administración, que geolocalice a cada detectorista. Y si encuentras algo que pueda tener valor, haces una foto y la subes a la app. Y así elaboras un mapa de hallazgos que es, de hecho, útil a los arqueólogos y permite un seguimiento de las piezas. El British Museum tiene un sistema parecido. Y, por supuesto, es necesaria una licencia que nos permita distinguir al expoliador del aficionado responsable”.

Porque basta darse una vuelta por internet para confirmar que un porcentaje de los aficionados camina, como poco, en la cuerda floja de esa legalidad. Perfiles de Instagram que presumen, desde el anonimato, de las monedas antiguas que encuentran y atesoran; vídeos envueltos en épica de ‘cazatesoros’, usuarios que guardan en secreto los lugares donde han encontrado piezas interesantes... Toda esta actividad, por otra parte, los ha puesto en el punto de mira de las fuerzas y cuerpos de seguridad, que ahora vigilan tanto el monte como los foros y redes sociales de detectoristas. Marisancho Menjón es tajante al respecto: “Hay algunos que denominan a esta gente ”cazadores de tesoros“, cuando cualquier término que no sea ”expoliadores“ genera una aceptación de esta actividad. Quienes defienden estas prácticas no saben nada de arqueología. Aunque donen lo que encuentren al museo, aunque vayan con buena intención, todo el patrimonio que está bajo la tierra o el agua es de dominio público; no se puede hacer ninguna intervención sin los permisos y autorizaciones oportunos”. Gómez no está de acuerdo: “Lo importante es saber dónde estás. No todo es contexto arqueológico, y una moneda puede no ser parte de ese contexto. El presidente de la federación es arqueólogo, yo soy historiador. Sabemos de qué hablamos”.

Destino: el mercado negro

¿Y cuál es el destino de las piezas que extraen los detectoristas? Al menos una parte se convierte en objeto de tráfico. Al menos, todos los expertos consultados dan por hecho que existe un mercado negro. “Hay un mercado ilegal vinculado al tráfico de bienes culturales —dice León Gasalla— pero no sabemos qué porcentaje de hallazgos de detectoristas no se entrega a los museos. Lo que vemos nosotros, sobre todo, es a los aficionados que salen al campo de forma informal y queremos pensar que informan si encuentran algo”. José Manuel Costa es más rotundo: “Entre los piteros están los coleccionistas, que quieren presumir delante de los amigos y nada más; y también las personas que están en redes de tráfico de objetos arqueológicos y bienes artísticos. Los expoliadores profesionales son un problema en el levante y sur de la península, y también en la España vaciada, donde pueden expoliar una iglesia o un campo de batalla sin que nadie los detenga”. El mismo Francesc Gómez opina que los que acuden a los yacimientos con un detector de metales son, en su mayoría, bandas organizadas o al menos personas con ánimo de lucro.

El problema se vuelve más peliagudo cuando las instituciones o la Administración se convierten en compradores de estos bienes, algo que podría suceder. “Estas redes no funcionan sin cierta connivencia”, dice Costa. “Y a veces, la duda para la Administración puede ser: o ‘blanqueamos’ un hallazgo y lo preservamos en nuestro museo, o se pierde y va a la ruta ilegal”. Marta Chordá no está tan segura: “La Administración no compra a expoliadores, pero en el pasado, cuando aún no había una Ley de Patrimonio Histórico [que se promulgó en 1985], sí se acudió a los aficionados a la arqueología, que tenían estos objetos en su poder: el cura del pueblo, el médico… Ellos ayudaron a hacer el inventario arqueológico, porque llevaban toda la vida saliendo al campo a buscar estos objetos y sabían dónde estaban los yacimientos. Por otra parte, el mercado negro de piteros tiene que existir, porque ha existido siempre. Ya la primera legislación contra el expolio, de 1911, intenta frenar la evasión de nuestro patrimonio a otros países. En el caso del patrimonio eclesiástico, sabemos que ha habido redes de expolio muy organizadas, con personajes como Erik el Belga”.

Turismo del expolio

Y no es fácil defenderse de ese expolio. Hay mucho territorio, muchos yacimientos sin catalogar y cada vez más personas con detectores de metales. Los arqueólogos saben que se trata de un problema complejo. “En cuanto das a conocer un yacimiento, le pones una diana que atrae al turismo del expolio”, dice Costa. “Pero es necesario que se conozca, porque hay que formar a la gente y educarla. Si no, cualquier ley se encontrará con reacciones negativas. No ha habido un debate público sobre por qué es importante defender nuestro patrimonio. Y luego tampoco queremos criminalizar a la gente que encuentra cosas, que está trabajando el campo o haciendo una obra y se topa con algo. Porque entonces lo van a ocultar por miedo”.

La conciencia social es, de hecho, su mejor arma. “La gente de los pueblos es nuestra primera línea de defensa”, dice Costa. Marta Chorda está de acuerdo: “Son los vigilantes del patrimonio, los que conocen su valor. Muchas veces son ellos quienes dan la voz de alarma a la Guardia Civil”. Pero ¿qué pasa cuando no hay población, como sucede en la España vaciada? La vigilancia del territorio desaparece y los desaprensivos se vuelven legión. Así lo ve Menjón: “No es posible estar 24 horas al día, siete días a la semana controlando los mil yacimientos que tenemos en Aragón”. Y a esto se le suma el problema de que a veces la protección del patrimonio no se ve con buenos ojos. “El expolio se disfraza de interés general —asegura Chordá—. Se dice: ”Los arqueólogos han parado la obra“, cuando se trata de algo importante, que nos pertenece a todos, y por lo general suele ser compatible con una obra o construcción”.

¿La solución? Informar, crear conciencia social y conocer el protocolo a seguir ante el hallazgo casual de una pieza con posible valor histórico: no extraerla y avisar a las autoridades (la Guardia Civil o el Seprona) para que decidan el curso de acción más apropiado. También se necesitan más recursos para vigilar el patrimonio y detener a los infractores. “En general —concluye Pablo León Gasalla—, hace falta hacer didáctica de la arqueología”. Para los detectoaficionados, la clave está en regular. “Esto va a ir a más, no se va a acabar poniendo cuatro multas, dice Francesc Gómez. Contamos con unas 3.850 personas federadas y cada semana tenemos entre 10 y 15 altas. Es necesario negociar, hablar, contar con nosotros. No se puede regular desde el miedo. Eso es malo, aquí y en cualquier asunto de la sociedad”.