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Isaac Rosa: “El lugar seguro que necesitamos es colectivo”

Los García son una de esas sagas de hombres que se dan menos cariño que vigilancia. Dedicados durante décadas a buscarle las grietas al sistema, no para ensancharlas y reventarlo, sino para colarse en ellas y cerrar por dentro. Siempre asegurándose de que por fuera el ascensor social parecía seguir funcionando. Creyentes únicamente de medrar a través de la necesidad de seguridad de los demás. El abuelo, de la de poder sonreír sin dar pena o rechazo. Montó una clínica dental a precios populares. Su hijo vende el desastre inminente al tiempo que búnkeres low cost. El pequeño trapichea con apuestas deportivas cuyo acierto parece más alcanzable que un contrato indefinido para los jóvenes. 24 horas en la vida de los García, Segismundo de nombre los tres, dan para mucho. Tanto como para imaginar un futuro cercano que no sea peor que este. Es lo que se ha propuesto el escritor y colaborador de elDiario.es Isaac Rosa (Sevilla, 1974) en su nueva novela Lugar seguro (Seix Barral), última ganadora del Premio Biblioteca Breve.

La voz que lleva el peso narrativo de la novela es la de Segismundo García. Un tipo descreído, no especialmente simpático.

Buscaba construir una voz que no fuera excesivamente antipática al lector. Quizá parte del rechazo que pueda provocar es por las cosas en las que nos reconozcamos en él. O por momentos en los que hasta le demos la razón. Quería un personaje que pudiera también despertar cierta compasión. No quería un panfleto ni algo ingenuo o idealizado. Por eso un narrador a la contra que se burla y desconfía, que hace preguntarse el lector si hay que empezar precisamente a leerle a él a la contra. También existe, claro, el riesgo de leerlo de manera más literal.

Lugar seguro, aunque no es una utopía, sí es una antidistopía. ¿Por qué narrar un futuro que, si no mejor, al menos no fuera peor que el presente?

Ese reto sale en parte de mi propio cansancio como lector, espectador y ciudadano de la abundancia de distopías con las que vivimos. Parece que todos los productos culturales que miran al futuro coinciden en presentar que los conflictos del presente han empeorado o ha ocurrido algún tipo de desastre o catástrofe: menos democracia, más desigualdad, el cambio climático se ha ido de las manos o la tecnología controlándonos. La pregunta es qué dice eso de nosotros como sociedad, porque esa mirada no ha sido siempre tan sombría. Esta es una novela hija de la pandemia porque ese cansancio que te digo me surge en el confinamiento, en ese momento en el que el futuro parecía incluso desaparecido. Hoy recuerdas estar dos meses encerrados en casa y parece hasta irreal. En esos momentos los imaginarios futuros eran distópicos.

El reto de narrar el futuro sale de mi propio cansancio como lector, espectador y ciudadano de la abundancia de distopías con las que vivimos

Al principio del confinamiento se hicieron populares productos como las series Colapso y Years & years o la película El Hoyo. ¿Por qué nos fascina tanto la distopía?

Las buenas distopías son interesantes como reflejo de ansiedades contemporáneas e incluso como mirada crítica a su presente. Lo que pasa es que se han convertido en un género comercial, la espectacularización del fin del mundo es fascinante. Siempre es mucho más fotogénica la destrucción del mundo que la construcción de algo. Pero a mí esa acumulación de distopías me causa fatiga y hasta me cabrea. Safe place, la serie de la que se habla en la novela, es una especie de versión caricaturesca de Colapso. Es de esas distopías que compramos como crítica social pero reproducen los mantras neoliberales del sálvese quien pueda y que si se acaba esto ya puedes tener un sitio donde esconderte y un arma a mano porque van a ir a por ti. Lo que eso transmite es desconfianza no ya hacia el futuro, sino hacia los demás y las posibilidades de hacer algo juntos. La exmujer de Segismundo habla de ideas tomadas de Un paraíso en el infierno. Ahí, Rebecca Solnit demuestra que cada vez que ha habido alguna situación trágica la gente cooperaba y resolvía lo que el poder colapsado ya no hacía. Lo hemos visto en la pandemia y ahora en la guerra de Ucrania, con personas que recogen material o han ido a la frontera a asistir a los refugiados.

Hay un meme de internet que dice “necesito dejar de vivir momentos históricos”. Llama la atención como esa expresión, 'momentos históricos', es sinónimo de pandemias, desastres naturales o guerras, no de descubrimiento de vacunas, medidas contra el cambio climático o acuerdos de paz. Es como que hemos interiorizado que, si pasa algo, va a ser malo.

El estado de ánimo colectivo es ese. Da la sensación de que estamos bajo esa maldición china que dicen de “ojalá vivas tiempos interesantes”. Lo que consideramos posible se ha alterado en los últimos años. Ahora no nos jugaríamos un café a que no caiga un meteorito el año que viene. Pero si todo está tan sacudido, también cabría otro tipo de cambio. Antes venía leyendo precisamente un artículo de Solnit, sobre cómo todo se ha vuelto imprevisible, pero que no necesariamente son malas noticias. Ella habla de cómo la guerra nos pone en una situación en la que muchos países están replanteándose la producción, la distribución o el consumo de energía. El futuro es incierto pero nos lleva a sitios que no imaginamos. Termina con la frase “solo vemos hasta donde llega la limitada luz de nuestra linterna, pero con ella podemos cruzar la noche entera”.

La novela coincide con un momento especialmente duro. Los prepas, los preparacionistas apocalípticos del libro, sacarían pecho con un “te lo dije”. ¿Cómo ves Lugar seguro en el momento en que le ha tocado estar en la calle?

Sale en un momento desgraciado. Va a ser leída en caliente: un vendedor de búnkeres cuando estamos leyendo titulares sobre la amenaza nuclear. El intento de ser esperanzador choca con la realidad, pero no es una novela escrita, claro, en este momento. Sí pensando en una incertidumbre que vivimos desde hace ya mucho, en todo este siglo pero ya incluso antes cuando a finales del anterior el neoliberalismo empieza a liquidar la seguridad colectiva y nos quedamos a la intemperie. Uno no elige cómo le van a leer, pero sí me gustaría que se leyera como un intento de mirar hacia lo que viene después. A no resignarnos a la inevitabilidad de un futuro negro.

Mi novela sale en un momento desgraciado. Va a ser leída en caliente: un vendedor de búnkeres cuando estamos leyendo titulares sobre la amenaza nuclear

Segismundo vende seguridad a precios populares, búnkeres low cost. El otro día me saltaba un anuncio de una empresa de alarmas. El eslogan era “Porque en tu hogar está todo lo que merece la pena proteger”. ¿Es un negocio que estrecha el círculo afectivo y social, que dificulta la empatía y los vínculos?

Es el repliegue hacia nuestro lugar seguro, comenzando por el hogar. Durante el confinamiento, estábamos encerrados en nuestras casas, que a la vez se habían convertido en un lugar seguro. El exterior era amenazante, sobre todo en aquellos momentos en que no sabíamos bien ni cómo se contagiaba. Empezamos a ver nuestras casas de otra manera, ya no eran solo el sitio cómodo donde construir tu proyecto de vida, sino un lugar para protegerte. Pero claro, el encierro no era igual para todos y esos son búnkeres individuales. Si alguna vez necesitáramos búnkeres de verdad, tendrían que ser colectivos. Si te metes en uno con tus vecinos, a lo mejor hay un médico. El tipo de lugar seguro que necesitamos es uno colectivo.

Para Segismundo, “la bondad siempre resulta sospechosa”. Sobre Yuliana opina que “es buena, muy buena, rematadamente buena, absurdamente buena, peligrosamente buena”. Qué mala fama tiene el bien.

La bondad no cotiza mucho en estos tiempos. Resulta a veces objeto de burla o de desconfianza. Hemos interiorizado de tal manera el sistema de valores neoliberal que no solemos esperar nada bueno de los demás. Incluso en los gestos más altruistas, pensamos que hay un interés. Eso se contradice con muestras de bondad cotidianas. Hay muchos actos que solo se explican por amor, hay que llamarlo por su nombre. Más que por fraternidad, por amor.

En la novela esboza una corriente comunitaria que poco a poco va conformando una forma de vida más sostenible, saludable y esperanzada. Esa microsociedad, los botijeros, como los llama Segismundo, no es épica.

Todo lo que aparece en la novela existe. Los búnkeres o el colegio de los niños triunfadores, que además se llama así, y también lo de los botijeros. Esas experiencias existen y yo simplemente las he escalado, siendo consciente de que las transformaciones que necesitamos no se pueden quedar ahí, en cambiar tu barrio o tu pueblo, que sería solo ampliar el búnker. Ellos intentan un cambio de mentalidad a partir de hechos. Hacer para provocar un cambio de sentido común que permita alcanzar otros niveles.

Cambiar el concepto de vida buena es difícil de llevar a la práctica con el tipo de vidas que llevamos

Un momento en que Segismundo golpea donde duele es cuando habla del deseo. Asegura que los botijeros “no pueden conseguir que deseemos de otra manera, que dejemos de desear” esos horizontes que nos motivan a corto o largo plazo y nos mantienen leales al sistema, como puedan ser unas vacaciones en Nueva York.

Esa es la parte más jodida. Cómo conseguimos no que no viajemos a Nueva York, sino que dejemos de desear viajar aunque sepas que no vas a ir a Nueva York en tu vida. Supongo que tiene que ver con reformular el deseo, tener otros conceptos de felicidad y métodos de satisfacción. Y esto se produce bajo una desigualdad cada vez mayor donde vemos a super ricos haciendo realidad deseos cada vez más obscenos y marcando el techo. Claro, es normal preguntarte por qué vas a renunciar tú a tu pequeño deseo cuando luego hay otros haciendo turismo espacial. No se puede plantear una revolución 'triste' porque entonces no llega a ninguna parte. Cambiar el concepto de vida buena es difícil de llevar a la práctica con el tipo de vidas que llevamos. Se trata de generar nuevas realidades donde comprobemos que se puede vivir con menos pero no necesariamente peor, con más tiempo y tranquilidad, menos ansiedades pero, claro, esa es una tarea gigantesca.

Las relaciones entre padres e hijos de los García. Otro eje importante. ¿Es también una novela sobre la paternidad y la masculinidad?

Sí. Los tres Segismundos parece que no son muy capaces de relacionarse como padres e hijos. Lo hacen casi en clave empresarial. Que los personajes que pongan el contrapunto sean mujeres era intencionado. Más que nada por mi propia experiencia de lo que he visto de cerca en luchas como la de contra los desahucios, donde si ibas a una asamblea lo que más había era mujeres y eran quienes daban el primer paso para contar que les echaban de casa. Y, en otro terreno, en ese activismo contra el cambio climático tan atacado por los Segismundo García del mundo, en esa lucha de colectivos como Fridays For Future, ahí yo lo que conocía sobre todo por mi hija mayor eran chicas jóvenes.

“No hemos sido tú y yo de tocarnos mucho”, le dice Segismundo a su padre. De nuevo, barreras y proximidades.

La novela plantea una relación padre-hijo marcada por los cuidados. El hijo sigue reprochándole aunque, como también dice, la enfermedad le ha absuelto. Tienen esa relación imposible, pero aparece la posibilidad de otra forma de organizar los cuidados que tiene que ver con el cuerpo y la cercanía. La última frase en un primer borrador era otra, pero sí tenía clara cuál sería la imagen final.