Hace unas semanas, se viralizó un clip de un programa de citas en el que Ryley, una joven de 24 años, se presentaba ante un grupo de chicos enumerando con entusiasmo sus gustos y aquello que buscaba en una pareja: “Honestamente, me apunto a cualquier aventura. Estoy muy emocionada porque este verano voy a bucear en Australia, empecé a esquiar hace dos años y me encanta cualquier fiesta temática. Esas son mis cosas favoritas, y busco a alguien que quiera ser mi compañero de aventuras y en quien pueda confiar”. El vídeo mostraba cómo los jóvenes se reían (aparentemente en su cara) y, más tarde, ninguno mostraba interés en conocerla.
Poco después se supo que el clip pertenecía a The Altar, un show de citas para jóvenes mormones que buscan casarse. Y que, a diferencia de lo que sugería el clip editado, una cortina separaba a chicos y chicas, de modo que Ryley no podía ver las risas de sus compañeros. Sin embargo, lo interesante no fue la omisión de la cortina en el montaje, sino la disputa social que desató en Internet: muchos hombres perciben a las mujeres que se muestran entusiastas con la vida y con aquello que disfrutan como “excesivas”. Pero, ¿de dónde surge esta reticencia hacia el entusiasmo femenino? ¿Por qué sigue vigente? Y, ¿cuáles son sus consecuencias?
Una norma cultural vigente con raíces profundas
La nueva serie de Lena Dunham, Too Much, es un claro ejemplo del rechazo que genera el entusiasmo femenino. En ella encontramos a Jessica, una treintañera neoyorquina adicta al trabajo, que acaba de salir de una relación que creía que duraría para siempre. En uno de los flashbacks que nos muestran con su expareja, vemos que Jessica escucha emocionada una canción de Miley Cyrus, a lo que él le responde que “eso no es música de verdad”. Ella, sin embargo, replica: “No me hagas sentir mal por las cosas que me gustan”.
Esa frase “resume a la perfección el miedo cultural a que lo que gusta a las mujeres sea considerado irrelevante o vergonzoso”, explica la investigadora cultural y activista feminista Amaia Carreira. Frente a la reproducción de estereotipos dañinos en el ámbito cultural, numerosas espectadoras se han visto reflejadas en esta protagonista, a la que siempre se le ha mirado mal por ser “demasiado”. Algo que la serie recoge y subvierte cuando Jessica responde que quizá, quien le acusa de “ser demasiado”, simplemente “no es suficiente”.
La paradoja está en que Too Much es, en sí mismo, uno de esos productos culturales que, desde una mirada hegemónica, rara vez se toman en serio porque se perciben como “cosas de chicas”. Lo mismo le ocurrió a su creadora, Lena Dunham, convertida en una figura incómoda dentro del canon audiovisual: admirada por haber dado voz a toda una generación con Girls, pero al mismo tiempo denostada y ninguneada por un sector crítico que la redujo a objeto frívolo y superficial.
El acierto de Dunham en Too Much es que recoge una experiencia que no se limita solo a la ficción, sino que la han vivido muchas mujeres de primera mano en la vida real. Entre ellas Claudia (nombre ficticio). Esta actriz y dramaturga de 29 años recuerda cómo un viaje con amigos a Burdeos al inicio de su veintena que debería haber sido inolvidable, terminó empañado por la burla de sus acompañantes: “Era de las primeras veces que viajaba con amigos, la ciudad era preciosa, hacíamos planes estupendos, y yo estaba risueña, alegre, con ganas de todo. Pero enseguida empezaron a lanzarme miradas y comentarios diciendo que 'me relajara', que era 'una pesada' y que 'no era para tanto'”.
Desde las 'boybands', pasando por Taylor Swift o las comedias románticas, todo aquello marcado socialmente como “femenino”, o que moviliza y apasiona a un gran número de mujeres se trivializa o ridiculiza
Esa superioridad que se manifiesta a través de la apatía y la indiferencia no solo desacredita el propio entusiasmo, sino también los objetos de ese entusiasmo. Y aquí es donde entra en juego otro factor clave: el desprecio hacia aquello que se etiqueta como “cosas de chicas”. Esa mirada de condescendencia hacia las mujeres que sienten “demasiado” se traslada, además, a todo lo que les gusta. Desde las boybands, pasando por Taylor Swift o las comedias románticas, todo aquello marcado socialmente como “femenino”, o que moviliza y apasiona a un gran número de mujeres se trivializa o ridiculiza.
Carreira afirma que todo este rechazo nos muestra cómo “siguen vigentes normas culturales muy restrictivas sobre cómo ”debe“ ser una mujer: moderada, discreta y nunca excesiva”. El hecho de que a una mujer entusiasmada se la tilde de infantil, superficial, histérica o exagerada funciona como “un recordatorio de los límites sociales: todavía se espera que las mujeres sean contenidas y que no ocupen demasiado espacio, ni emocional ni simbólico”.
Aunque parezca un fenómeno contemporáneo, la sospecha hacia el entusiasmo femenino tiene raíces muy profundas. En el Romanticismo, el entusiasmo pasó de ser un privilegio del “genio” —figura culturalmente construida y asociada a lo masculino— a convertirse en un estigma cuando se vinculaba a las mujeres. Como recuerda la profesora e investigadora Rachel Isom en su tesis The Female Enthusiast: Nineteenth-Century Women and the Poetics of Inspiration, a finales del siglo XVIII ser llamada “entusiasta” equivalía a ser acusada de sentir “de forma descontrolada y poco respetable”, reforzando estereotipos de histeria e hipersensibilidad. Mientras los hombres se apropiaban del entusiasmo como marca de genialidad, en ellas era ridiculizado como exceso.
La socialización del entusiasmo
El rechazo al entusiasmo femenino no surge de manera espontánea, sino que se aprende desde la infancia y se transmite en la socialización. Un ejemplo claro lo cuenta Patricia, de 24 años y artista visual, que recientemente acompañó a una amiga y a su hija adolescente a un concierto. Justo antes de entrar al recinto, la banda pasó por delante y muchos adolescentes comenzaron a gritar eufóricos.
“Recuerdo a madres y padres avergonzados, mandando callar a sus hijos, que al final terminaron reprimiendo la emoción. Para mi sorpresa, la hija de mi amiga también imitó esa vergüenza y acabó callándose. Entonces su madre le dijo que siguiera gritando, que la ilusión no era algo que debiera silenciarse. Me quedó muy grabada esa reacción: la chica volvió a entusiasmarse como si se tratara de algo prohibido para ella y, de repente, recuperara el permiso para expresarlo.” Esto es algo que también presenció Fiorella, de 27 años, que trabajaba en una consultoría cerca del Bernabéu cuando se celebraron los conciertos de Taylor Swift y, cada poco tiempo, escuchaba a personas adultas llamando “ridículas” a las fans que hacían cola.
Esto demuestra cómo el entusiasmo por aquellos “objetos feminizados” —en este caso, musicales— busca reprimirse de forma temprana, y, con ello, a quienes lo expresan. Esa regulación, que no solo imponen los demás, sino que termina interiorizándose, solo tiene cabida con determinadas pasiones. Carreira recuerda que, cuando los hombres muestran pasiones colectivas —la más común, el fútbol—, “esa intensidad se percibe como legítima o incluso admirable”.
Esta polaridad sobre aquello que puede ser celebrado y lo que no, la vivió Lua, publicista de 27 años, con su exnovio de la adolescencia. Ella reconoce —con orgullo— su “intensidad” cuando se ilusiona con el lanzamiento de una película, una canción o un fenómeno fan. Sin embargo, cuando se mostraba de esa forma en su presencia —al igual que la protagonista de Too Much—, este “la ridiculizaba” y ella terminaba “justificándolo”, asumiendo que sus cosas eran “menos válidas”. Lua cuenta cómo él también era “fanático de cosas como el fútbol, grupos de música o videojuegos”, pero su experiencia sí estaba socialmente validada.
La masculinidad siempre funciona en esa doble dirección de prescribir cómo tienen que ser otras identidades y realidades, pero también como un reflejo, un retorno de inseguridad y terror: ¿seré lo suficientemente hombre?
Iván Gombel, historiador y Doctor en Estudios de Género, explica que esta incomodidad masculina hacia el entusiasmo femenino cumple un doble papel. Por un lado, funciona como un recordatorio de lo que se espera del ideal femenino tradicional: moderación, discreción y pasividad. Y, por otro, refleja una inseguridad: cuando una mujer se muestra activa y entusiasta, muchos hombres sienten que su propia masculinidad queda en entredicho. “La masculinidad siempre funciona en esa doble dirección de prescribir cómo tienen que ser otras identidades y realidades, pero también como un reflejo, un retorno de inseguridad y terror: ¿seré lo suficientemente hombre?”, explica Gombel.
Esta dinámica termina afectando a los propios vínculos sexoafectivos entre hombres y mujeres. De hecho, se conecta con lo que algunos analistas han denominado la “epidemia de la soledad masculina”: el creciente aislamiento social y emocional de muchos hombres en sociedades contemporáneas. Para Gombel, sin embargo, hablar de “epidemia” puede ser engañoso: “Los hombres se enfrentan a la dificultad para establecer vínculos profundos, cuidados, no instrumentales, amistades no sexocentradas, de ser capaces de pedir ayuda y ser vulnerables, de tomar acción frente a la violencia patriarcal, etc. Pero, todo ello, no son consecuencias de una epidemia —aunque sea lenguaje metafórico—, sino fruto de la estructura patriarcal en la que vivimos. Algo que acaba invisibilizado bajo ese término”.
Del trabajo a la familia
La penalización del entusiasmo femenino no se limita a lo cultural o los vínculos sexoafectivos. También atraviesa espacios como el laboral y el familiar. En el trabajo, “una mujer demasiado entusiasta puede ser percibida como poco seria; una demasiado ambiciosa, como agresiva; una demasiado expresiva, como poco profesional. Lo que en un hombre se interpreta como pasión o liderazgo, en una mujer se penaliza como exceso”, asegura Carreira.
Una mujer demasiado entusiasta puede ser percibida como poco seria; una demasiado ambiciosa, como agresiva; una demasiado expresiva, como poco profesional. Lo que en un hombre se interpreta como pasión o liderazgo, en una mujer se penaliza como exceso
Un ejemplo claro es el de Laura (nombre ficticio), de 29 años, que trabajaba como comunicadora en una agencia creativa de Madrid. “Mi exjefe me decía a menudo que era 'demasiado creativa' y que siempre intentaba reinventar las tareas en lugar de ceñirme al briefing del cliente. Llegó a pedirme que 'bajara un poco mi entusiasmo'”. Ella lo intentó: “Rebajé mi intensidad, intenté limitarme a hacer solo lo que se pedía… ¿El resultado? Acabó despidiéndome porque, según él, ya no era lo suficientemente proactiva y había 'bajado mi rendimiento'”.
Esa misma dinámica aparece también en el ámbito familiar. Natalia, historiadora y mujer autista de 29 años, cuenta que a menudo la han hecho sentir “muy pesada” cuando habla de lo que le apasiona. “En mi familia todos son de ciencias y yo soy la única de letras. Un día estaba contando curiosidades sobre la endogamia entre los Habsburgo y los Borbones —uno de mis temas favoritos— y mi hermana acabó levantándose de la mesa con un 'ay, no puedo'. Desde entonces, a veces hasta le pido a mi madre que me corte cuando empiezo a hablar, porque siento que molesto”. Reconoce que su forma de pensar 'salta rápido de un tema a otro', lo que puede resultar difícil de seguir para quien escucha, y que por eso termina censurándose a sí misma.
En su caso, la penalización del entusiasmo femenino se suma a la incomprensión de la neurodiversidad. Tatiana Luis, fundadora de Autismo en Positivo, explica que “cuando una persona neurodivergente expresa entusiasmo, suele ser percibido como desproporcionado, extraño o, incluso, molesto, mientras que en una persona neurotípica se puede ver como pasión o autenticidad”. El sesgo, añade, se intensifica en las mujeres: “Cuando un hombre autista se apasiona por un tema, se le reconoce como especialista o friki simpático. Pero si es una mujer, se la tacha de intensa, cansina o excesiva. El cruce entre género y neurodivergencia genera un doble castigo: por no encajar en el molde de ”mujer apropiada“ y por no encajar en las normas de ”comportamiento neurotípico“.
El estigma hacia el entusiasmo femenino revela, por lo tanto, hasta qué punto seguimos atrapados en moldes estrechos: lo que se celebra en unos, se reprime en otras. Y cuando a esa diferencia se suma la neurodiversidad, la penalización se duplica. Sin embargo, cada vez que una mujer defiende su derecho a emocionarse, a apasionarse o a vivir intensamente, está ampliando el espacio de lo posible. Y, tal vez, el futuro pase por hacer del entusiasmo un auténtico acto de resistencia.