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Pepi y los buitres

10 de junio de 2025 18:06 h

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A Pepi la han echado de su casa. De su casa de toda la vida, que no es cualquier cosa. Pepi tiene 80 años y unos ojos lagrimosos que revelan días felices y otros no tanto. Como todos. Amenaza llorar. Quizá de rabia; quizá de emoción contenida por el apoyo de los vecinos del barrio. Pepi no ha dejado de pagar el alquiler ni un solo mes en su vida. Ha cumplido religiosamente. Algo, lo de religiosamente, de lo que no pueden presumir quienes quiebran una existencia, una historia, un relato de los buenos; no de los que usan los partidos políticos.

Pepi residía en un piso en el barrio de Sants en Barcelona hasta que falleció la propietaria y los herederos, al parecer, prefieren que lo ocupe un turista belga, un oligarca ruso, o alguien con inglés fluido y sueldo de tecnólogo, que una mujer de toda la vida del barrio. Pepi no da el perfil Airbnb, ni cuelga su currículum en Linkedin. Pepi tan solo compraba en la tienda de alimentación de la esquina, echaba el café con leche templada en la cafetería de la calle de al lado y conocía a todos los manitas del comercio local de la zona que le resolvían las incidencias caseras. Pepi hacía ciudad y eso hoy es lo más parecido a un delito de alta traición.

No echan a Pepi de su casa, la expulsan de su barrio, de la farmacia, de la panadería donde le guardan la barra sin sal, y del banco del parque donde queda con su amiga Luisa también octogenaria, también aterrada ante lo que pudiera pasarle. Pepi vivía en el barrio de Sants, pero bien podía hacerlo en cualquier ciudad española.

A Pepi, para justificarse, la llaman inquilina de renta antigua, que suena a personaje de novela costumbrista, pero en realidad muestra a una mujer que ha pagado sin falta el alquiler cada mes a lo que largo de su larga vida, que ya podría el Barcelona y otros equipos de fútbol decir lo mismo. No es renta antigua es un alquiler digno.

Pero el mercado -ya lo conocemos- no entiende de dignidad, entiende de rendimiento y beneficios, como si la vivienda fuera una criptomoneda con gotelé y no un derecho constitucional. Aún hay gente que cree que es un derecho constitucional. Ingenuos.

Los nuevos dueños del edificio no quieren vecinas -eso no es moderno-, quieren cifras, rentabilidad mensual y Pepi es para ellos un daño colateral. Que compre una tienda de campaña en el Decathlon -dicen- y no dé guerra. Entre los vecinos y el Ayuntamiento han conseguido un hostal en el mismo barrio para Pepi. Dice que no sabría vivir en otro lugar.

Los buitres -sean fondos o no- llaman a desahuciar a Pepi una oportunidad. A echar a una mujer de 80 años de su casa lo denominan “revalorizar activos” o “actualizar el inmueble”. Son crueles, insensibles, y carecen de compasión alguna y su lenguaje es tan elegante como un notario en chándal. Camuflan la violencia con la cortesía de las cartas enviadas; porque los buitres nunca dan la cara.

En plena orgía inmobiliaria, los buitres no comprenden que al expulsar a los vecinos de siempre de sus pisos firman, al mismo tiempo, la sentencia de muerte de los barrios y, por lo tanto, la pérdida de valor de esos edificios, porque esos modernos inquilinos que reclutan ahora compran en IKEA, comen en el centro, y disfrutan de su ocio junto al mar; nunca en el bar de José donde todos los camareros ya sabían que a Pepi el café le gusta con leche templada.