A estas alturas de lo que estamos viviendo, todo parecido con la ficción es mera coincidencia. Como apuntaba Oscar Wilde, la realidad imita a la imaginación, y la imaginación se queda corta. Muchas empresas de todo tamaño y condición empezaron el 2020 con unos presupuestos expansivos, cuajados de optimismo en sus cuentas de resultados que reflejaban una previsión de ingresos optimista. Iba a ser un buen año, quizá el mejor desde la crisis financiera que empezó en 2008 y que causó tanto destrozo en el tejido empresarial y social español, saldándose en unas cifras de desempleados inasumibles por una sociedad moderna.
Pensábamos que eso era el pasado, y que el futuro se llamaba digitalización y eficiencia, y se apellidaba creación de valor para los accionistas y centralidad del cliente. A pesar de que nos hartábamos de hablar de un entorno VUCA (volátil, incierto, complejo y ambiguo), en realidad pensábamos que teníamos el control de lo que acontecía en los mercados y empresas. La pandemia ha pegado una patada al tablero de nuestro ajedrez empresarial y a nuestras previsiones: muchas piezas han salido ya despedidas y el resto están en el aire, sin que nadie sepa cómo ni cuándo van a caer.
La incertidumbre, que se ve multiplicada por la globalización inmediata de la información, en unos casos nos atenaza y bloquea, en otros nos anima a reaccionar con rapidez. El reto de fondo apunta a estar a la altura de las necesidades de hoy. Como me acaba de decir el consejero delegado de un gran grupo asegurador: “Es un momento de la verdad para hacer realidad nuestra misión abstracta: ¿Ayudamos o no a los clientes a través de los seguros?”
Para que los clientes sean lo primero, antes han de estar los que trabajan para darles servicio: esa es la verdad. ¿Estamos a la altura?