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Argelia y Túnez estrenan año con nuevos gobiernos pero diferentes inercias

EFE

Túnez —

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Túnez y Argelia, dos de los principales estados del norte de África, estrenaron el año con el anuncio de sendos nuevos gobiernos, pero con inercias de futuro divergentes, tanto en lo que respecta a la evolución política como a la estrategia económica y social.

Sumidos ambos en una aguda crisis económica estructural, el primero progresa a trompicones por la empedrada senda de la transición democrática que emprendió tras la revolución de 2011 y la caída de la dictadura de Zinedin el Abedin Ben Ali.

El segundo parece haber dejado pasar, sin embargo, la oportunidad de reforma que supuso el estallido el pasado 22 de febrero de las protestas contra el quinto mandato consecutivo del presidente Abdelaziz Bouteflika y ha apostado por introducir cambios cosméticos, de escasos calado, que favorecen la continuidad de la oligarquía militar que domina desde la independencia en 1962.

EL FIN DE LA ERA BOUTEFLIKA

Bouteflika renunció a principios de abril forzado por la tozudez del movimiento de protesta popular masivo (Hirak) y la presión del jefe del Ejército, Ahmed Gaïd Salah, convertido en el hombre fuerte del país hasta su deceso el pasado 23 de diciembre, víctima de un paro cardíaco.

Antes le dio tiempo a impulsar una campaña de “manos limpias” que condujo a la cárcel a decenas de políticos, militares de alto rango, periodistas y empresarios considerados próximos al círculo íntimo del presidente, gravemente enfermo y casi incapacitado desde que en 2013 sufriera un ictus.

Entre ellos su hermano Said, al que se consideraba el verdadero poder en la sombra, el general Mohamad Mediane “Tawfik”, jefe durante 25 años de los poderosos servicios secretos, y los ex primeros ministros Abdelmalek Sellal y Ahmed Ouyahia, todos ellos juzgados y condenado a duras penas de cárcel.

Y a tutelar y marcar el ritmo de la transición política, tiempo durante el que no le tembló la mano a la hora de eludir la Constitución.

El proceso concluyó con las presidenciales del pasado 12 de diciembre, que como se esperaba ganó un hombre del sistema -el exjefe del Gobierno Abdelmejid Tebboun- con una ventaja amplia y el mayor índice de abstención de la historia de Argelia.

CAMBIAR PARA QUE NADA CAMBIE

Tebboun asumió el liderazgo del Ejecutivo en mayo de 2017, cuando el conflicto directo entre las diversas familias políticas y militares que se reparten el poder en Argelia era ya un secreto a voces, y lo abandonó tres meses después a causa de las maniobras de Ouyahia, que se oponía a sus reformas económicas.

El funcionario, que durante años fue gobernador y ministro en gabinetes de Bouteflika, defendía una leve apertura económica y el acceso a préstamos extranjeros, una opción entonces tabú.

Su objetivo era frenar el acelerado descenso de la reserva de divisas, utilizada desde 2014 para compensar el desplome de los precios del petróleo y mantener los onerosos subsidios que garantizan la paz social en un país con una alta tasa de paro.

Y reforzar la apuesta por la explotación de los hidrocarburos, que suponen más del 95% de las exportaciones nacionales.

Ambas medidas fueron aprobadas por el Parlamento apenas un día antes de su victoria electoral y suponen el eje de acción del nuevo gobierno, que encabeza Abdelaziz Djerad y en el que mantienen las carteras de Interior, Energía, Justicia y Asuntos Exteriores ministros del anterior gobierno, objeto de la ira de la calle.

Expertos locales e internacionales coinciden en que la nueva estrategia económica no es suficiente para garantizar a medio plazo la estabilidad de un Estado que tiene otros problemas graves y que es clave para el devenir del Mediterráneo.

Los más acuciantes, el discreto renacer del salafismo radical, la migración irregular, la fragilidad de su frontera con el Sahel, los efectos de la crisis climática y la escasez de horizontes para un población muy joven que no para de multiplicarse.

UNA DEMOCRACIA CONSERVADORA E ISLÁMICA

Túnez también afronta el amanecer de la década con un nuevo equipo: el binomio formado por el presidente de la nación, el ultraconservador Kaïes Said, y el presidente del Parlamento, Rachid Ghannouchi, histórico líder del partido conservador de tendencia islamista “Ennahda”.

Said, un austero profesor de derecho, bregado en la televisión, venció por sorpresa en las presidenciales celebradas en octubre, un mes antes de lo previsto debido a la repentina muerte de su predecesor, Beji Caïd Essebsi.

“Ennahda”, por su parte, se alzó con el triunfo como se esperaba en las legislativas de octubre, que con 52 escaños le dieron el liderazgo de un Parlamento muy fragmentado y el derecho a proponer el nombre del candidato a primer ministro.

El elegido, Habib Jemli, presentó esta semana un lista con 38 ministros y secretarios de Estado muy al gusto del partido, plagado de tecnócratas y un 40% de mujeres que enmarcaran su influencia.

LA ESTRATEGIA DEL AVESTRUZ

Desde que fracasara el liderazgo del gobierno de transición tripartito, la formación -pionera en separar la acción política de la predicación religiosa- ha optado por trabajar de forma discreta desde la segunda fila.

Fue el pilar del anterior gobierno y desde ese nuevo espacio fue capaz de introducir su agenda islamista, tanto en lo social como en lo económico.

A la tutela del nuevo gobierno, añade ahora el manejo del Parlamento y la gestión de decenas de municipios.

Al igual que en Argelia, el principal motivo de preocupación es la crisis económica, fruto de un sistema obsoleto dominado por un puñado de familias y sostenido en una administración pública que absorbe la mayor parte de su tesoro.

Un sistema con una fiscalidad endeble e injusta, que pone trabas a la inversión local y extranjera, y obstáculos a la importación, y que tiene como talón de Aquiles la corrupción, que es sistémica, y un alto índice de paro estructural juvenil, problemas paralelos a los de Argelia que junto al influjo de la guerra de Libia y la inestabilidad en el Sahel ponen al norte de África frente a un futuro incierto.

Javier Martín