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Ningún otro hombre nos hizo tan felices

Julieta Roffo

Buenos Aires —

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Dice mi amiga la que vive en Seattle que ya sabe cómo va a ser su próximo viaje en Uber: cuando el conductor detecte su acento argentino la conversación habitual va a pegar un volantazo, y en vez de preguntarle si quiere más a Maradona o a Messi como si fueran su mamá o su papá y como si fueran los años sesenta, le va a preguntar cuánto le duele que Maradona esté muerto.

Le va a hacer la pregunta que ahora mismo, todos al mismo tiempo, se hacen para adentro y en silencio millones de argentinos, de napolitanos, y de gente que ama el fútbol cuyo gentilicio no importa. Gente que hace apenas unas horas siente un desconcierto inédito ante la novedad de que ver las repeticiones de los goles de Maradona ahora se conjugan en pretérito. Pasado.

Una hora después de empezar a tener que aceptar la noticia, de los negocios de Buenos Aires entran y salen proveedores pero no clientes. En diez cuadras se cuentan cuatro camisetas de la Selección y dos del Napoli. Todas tienen el 10 en la espalda. Una de las de Argentina es esa azul oscura y negra -y hermosa- que Maradona tenía puesta el día que hizo su último gol argentino, en junio de 1994. Esa de correr con cara de enojado hasta la cámara de televisión. Ese gol que si cerrás los ojos ves de nuevo ahora mismo, porque estás triste y porque fue un golazo. Ponerse esa camiseta este miércoles, seis Mundiales después, quiere decir uniformarse.

Un plomero compra repuestos y llora, todo al mismo tiempo, en la ventanita a la calle de una ferretería porteña. Le dice a la empleada que ningún otro hombre lo hizo tan feliz, que se acuerda de cuando llevó a su hijo mayor a la Bombonera a ver a Diego y que algo le debe haber quedado a su hijo de esa tarde porque hizo mucho por convencer a los hermanos y a los primos de que había que ser de Boca. Que sí, que para ella también es un día muy triste, dice la mujer. Que para todos es un día muy triste, dice.

En un supermercado suspendieron la música funcional de los días comunes y pusieron la radio: “Nunca lo hicimos. Hasta hoy”, dice el cajero. Esa es la diferencia entre los días demasiado comunes, las jornadas agitadas en las que Argentina pega varios sobresaltos en menos de 24 horas y en Twitter hacemos catarsis con eso de que en este país es imposible aburrirse, y este día, que no se parece a ninguno de todos esos. 

Hay tres repositores en la góndola del aceite: están reunidos alrededor del celular de uno de ellos para mirar un compilado de esas frases casi slogan que Diego solía decir con premeditación y alevosía. “La de tomarle la leche al gato es la mejor”, dice uno de ellos. Los otros se ríen y en la radio usan “autopsia” y “Maradona” en la misma oración.

Un vendedor de pañuelitos de papel le avisa a una mujer que toma café en una esquina que esta vez no va a ofrecerle nada pero que se quedó sin batería en el teléfono y quiere saber si ya dijeron algo Dalma o Gianinna. “¿Y Claudia, dijo algo Claudia?”, pregunta. La mujer dice que miró hace un ratito y todavía nada, pero a ver, miremos de nuevo.

Un vendedor de sahumerios le explica al vendedor de fuentes para el horno que tiene al lado, en la vereda, por qué Maradona es el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. Le pregunta cuántos años tiene y si vio el partido contra Bélgica del Mundial ‘86. “Ese partido tenés que mirar, porque hinchamos las pelotas con el partido contra los ingleses, pero ya está, ya vimos esos dos goles, mil veces vimos los dos goles, vos mirá cómo le jugó Maradona a Bélgica. Vos sos muy pibe pero miralo hoy, está entero en YouTube, miralo hoy mismo, no sabés cómo jugó ese día”, dice.

Actualiza mi amiga desde Seattle: una de sus colegas científicas ya le avisó que en el grupo de WhatsApp de su familia, un poco en la India y otro poco en Nueva York, sólo se habla de Maradona. Que crecieron idolatrando al Diez. Que vieron todos sus partidos. 

Mi amiga es la antena argentina de un desconcierto global. Es que ya no queda ninguna resurrección, y acabamos de enterarnos.

Dice mi amiga la que vive en Seattle que ya sabe cómo va a ser su próximo viaje en Uber: cuando el conductor detecte su acento argentino la conversación habitual va a pegar un volantazo, y en vez de preguntarle si quiere más a Maradona o a Messi como si fueran su mamá o su papá y como si fueran los años sesenta, le va a preguntar cuánto le duele que Maradona esté muerto.

Le va a hacer la pregunta que ahora mismo, todos al mismo tiempo, se hacen para adentro y en silencio millones de argentinos, de napolitanos, y de gente que ama el fútbol cuyo gentilicio no importa. Gente que hace apenas unas horas siente un desconcierto inédito ante la novedad de que ver las repeticiones de los goles de Maradona ahora se conjugan en pretérito. Pasado.