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'Ab oris Italiam, fato profugus uenit'
Todos tenemos en la memoria el instante en que, tras la astucia ideada por Ulises, los griegos consiguieron entrar en Troya camuflados en el caballo gigante de madera. Para muchos, parece que la guerra acabó cuando se produce la victoria de los atacantes. Y, de hecho, la versión literaria que nos rememora ese evento es la que se ha conservado por parte de los vencedores. Pero en el mismo momento en que la ciudad ya se daba por perdida, empezaba el calvario para los troyanos que veían venirse abajo su modo de vida, su sociedad, sus leyes, su orden, sus familias. La suerte estaba echada para los vencidos.
Los que quedaran en Troya serían cautivos de las disposiciones de los griegos, que no dejarían rastro hasta muchos siglos después de lo que alguna vez fue la civilización troyana. El destino de los que consiguieron escapar a esta masacre quedó representado en la figura de un tal Eneas, que en ese momento desconocía que en torno a su descendencia surgiría una civilización más poderosa aún, la romana. Cuando los romanos quisieron en tiempos del primer emperador, Augusto, dar un barniz legendario a sus pasados remotos, retrasaron sus orígenes a un periodo anterior al de Rómulo y Remo. De esta forma, se centraron en este personaje quien tuvo que escapar ante el riesgo real de ser atrapado por los griegos, llevando consigo a su padre mayor, Anquises, a su hijo Ascanio y perdiendo durante el camino a su esposa Creusa. Lo que Virgilio en su Eneida subraya es que los orígenes de Roma como ciudad y como cultura no solo entroncaban con el relato mítico-legendario de la Guerra de Troya, sino que descansaban sobre la figura de un refugiado que tuvo que dejar su mundo atrás, ante el absurdo de la guerra.
Si ha quedado acuñado el término “odisea” para describir el periplo que siguió Ulises en su vuelta a Ítaca; en la Eneida se constata también que el viaje que todo refugiado emprende está marcado por la incertidumbre, la búsqueda de un lugar donde poder asentarse y la lucha por conseguir que allí donde se instale no sea rechazado por los que ya se encontraban allí. Los primeros versos del libro I del poema de Virgilio señalan cómo Eneas “llegó a Italia, prófugo por su destino” (ab oris Italiam, fato profugus uenit). Y es que antes de arribar a su meta, Eneas deambuló por distintos sitios donde no encontró lugar donde instalarse; bien por el rechazo de quienes le recibían, bien porque los dioses intercedían en su objetivo final.
La desazón que habría en su cabeza y en la de quienes viajaban con él, en un principio llegaron a salir catorce naves de refugiados troyanos, debió ser enorme: la rapidez con la que su mundo había caído, la necesidad de encontrar un lugar seguro, el temor de que tu hijo no pudiera tener un futuro. Por eso, al instalarse en tierras europeas lograron, a pesar de las dificultades, encontrar un lugar donde asentarse. Ni siquiera los dioses podían asegurarle lo que les depararía ese lugar, pero cuando remontó el río Tíber y se asentó en el Palatino, encontró una acogida por parte de los lugareños que le permitieron sentir que su huida había terminado. La Troya que había conocido ya no existía. Él no volvería a verla. Los griegos vencedores construyeron una versión propia que duró unos cuantos siglos. Y finalmente, serían los romanos en tiempos de Julio César y Augusto quienes levantaron su propia versión de Ilium.
Se completaba con este acto un ciclo de retorno, que, aunque marcado más por la propaganda y el interés político del momento, no dejaba de ser un acto de justicia poético. Roma había surgido de la llegada de unos refugiados troyanos. De hecho, durante sus primeros siglos de existencia, esta ciudad se declaró “ciudad abierta”, acogiendo en su interior a todos aquellos que quisieran venir de otros lugares para ayudar en la construcción y crecimiento del nuevo emplazamiento. El origen de la civilización romana, sobre el que se sustenta la nuestra actual, se fundamenta sobre la acogida al extranjero, por mucho que a algunos esto les pueda parecer una aberración. La manera en que respondemos ante las situaciones donde las personas necesitan de nuestra ayuda, nos definen como sociedad. Y es evidente que no podemos nunca olvidar de dónde venimos, para saber hacia dónde debemos ir.
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