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Los animalitos se conocen

José A. Alemán / José A. Alemán

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Descubrí también que los economistas son excelentes vaticinadores del pasado: no tardaron en explicarnos a los legos las causas de lo que ellos no vieron venir. Lo que no reprocho a los economistas de a pie, que bastante tienen, los pobres, con esforzarse en aplicar a tanta improbabilidad la aritmética y las matemáticas reputadas de ciencias exactas. Me refiero, claro, a los instalados en organismos económicos y monetarios internacionales, en los grandes bancos y compañías, que tampoco advirtieron la que empezaba a caer sin que eso les impida ahora imponer o recomendar a los gobiernos las medidas para salir de la situación que ellos no supieron evitar. Irrita que sigan tan campantes y que quieran cargar el desastre sobre los trabajadores a los que pretenden recortarle derechos, cotas de bienestar y perspectivas de futuro; mientras, siguen en lo suyo los altos ejecutivos responsables directos de la catástrofe y los políticos que por acción u omisión les dejaron hacer. A éstos nadie los molesta. Será porque al alcanzar la crisis a la “economía real” no repararon en que las ficciones del cine y de la literatura siempre acaban con los sabios locos pagando por los daños que causan al írseles de las manos los monstruos que han creado.

La monstruosidad en el caso que ahora nos ocupa es empresarial. Habrán visto el denuedo con que buscan algunos aprovechar el río revuelto para pescar ventajas. La mayoría, relacionadas con reducciones de sueldos, salarios, pensiones y contribuciones a la Seguridad Social. Las propuestas del inefable Díaz Ferrán, presidente de la CEOE, son el ejemplo sublimado de un tipo de empresario al que conviene echar de comer aparte y salir corriendo.

Habló, el hombre, de contratos con despido más ágil y barato, una rebaja de las cotizaciones sociales, menor control judicial y administrativo de los despidos colectivos, etcétera. Para los jóvenes recomendó un “contrato adecuado”, o sea, temporal, de sueldo bajo, sin coste de despido ni cotizaciones y sin derecho a prestaciones de desempleo.

Es cierto que retiró su propuesta de contratación de jóvenes, pero el mero hecho de haberla formulado indica una mentalidad unos cuantos años anterior a la primera revolución industrial. Es evidente que para él los trabajadores son el enemigo a abatir y los ve como un simple coste. No considera que el éxito de la empresa depende de la calidad de ese personal al que invita, de hecho, a no prepararse, a no mejorar en el trabajo que realiza y todas esas cosas consideradas inútiles que permiten la mejor realización de los objetivos de la empresa. Que no se alcanzan con salarios justos para matar el hambre, que parecen ser su sueño.

Me pregunto hasta qué punto no será esa mentalidad de Ferrám el origen de sus tribulaciones empresariales. Y debería preocuparnos que no sea una excepción dado porque, a pesar de todos los pesares, los empresarios lo confirmaron en la presidencia de la CEOE y es fama que los animalitos se conocen.

Dicen que toda crisis abre posibilidades de futuro. En mi ingenuidad olvidé que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra y pensé que expresaban voluntad de aprender de los errores para no volver a cometerlos y darle bases más sólidas al sistema; pero me da que para Ferrán esas posibilidades son las de lo que Naomi Klein llama el “capitalismo del desastre”, ése que aguarda como agua de mayo a los grandes shocks sociales, a las catástrofes, para sacarles partido sin que el sufrimiento humano figure como dato. Una versión celtibérica del ultraliberalismo de Milton Friedman con su retorcida equivalencia política en el mientras peor, mejor, de amplia aplicación entre nosotros.

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